Domingo 28 de marzo de 2010 | Publicado en edición impresa
Oxígeno / Diálogos del alma
Señor Sinay: un tema clave es la
dificultad de disfrutar del tiempo libre, sin cuestionarme qué debo hacer, sin
la sensación de perder el tiempo, y sin estar permanentemente buscando
actividades. Creo que es un defecto bastante común, y que impide pensar con
tranquilidad y plantearse ciertas respuestas. No es fácil salir de la actividad
constante, del continuo "acelere", pero pienso que deberíamos reflexionar
sobre el motivo de esta conducta y tratar de remediarla, si se puede. Inés M.
Cabrera
Dicen algunos especialistas, como si
fuese una verdad revelada que sólo un hereje o un ignorante osarían cuestionar,
que el consumo es el soporte de la economía. Para consumir es necesario dinero.
Para tener dinero es necesario trabajar. Si pretendemos acceder a todo lo que
se nos propone consumir (con la consecuente promesa de conseguir así felicidad,
seguridad, atracción, certezas, poder, etcétera), tendremos que trabajar mucho.
La consecuencia es lógica: no nos quedará tiempo libre. Y el que nos quede lo
viviremos, como dice nuestra amiga Inés, con la culpa originada en la sensación
de no ser "productivos". Consumir qué, consumir cuánto, consumir para
qué, consumir a qué costos (emocionales, vinculares, de salud) no es cosa que
preocupe a aquellos especialistas.
Ahora bien, ¿la productividad es tal sólo
cuando sus frutos son tangibles, contables y materiales? Los antiguos y sabios
griegos no lo veían así. Aristóteles decía que, cuando no está obligado a
trabajar, el ser humano se encuentra con su naturaleza verdadera, no alienada,
y allí surgen su creatividad y su espíritu en plenitud. En su clásica Utopía ,
el político y teólogo humanista inglés Tomas Moro (1478-1535) sostenía que seis
horas diarias de trabajo alcanzan para atender las necesidades reales de la
existencia. En su ensayo La pereza y la celebración de lo humano , incluido en
la provocativa compilación Contra la cultura del trabajo , debida a Eduardo
Sartelli, el profesor de economía argentino Pablo Rieznik rescata aquella y
otras ideas. Como las de Tommaso Campanella (1568-1639), poeta y filósofo
italiano que veía como suficiente una jornada diaria de cuatro horas para ambos
sexos. O las de Robert Owen (1771-1858), inglés, padre del cooperativismo, para
quien más allá de las ocho horas de "productividad" se empieza a
perder la salud, la inteligencia y la felicidad.
Hasta la Edad Media, ocio y culpa no
fueron juntos.
Como recuerda el escritor, periodista y
estudioso de este tema Osvaldo Baigorria (autor de Con el sudor de tu frente ),
se instaló una nueva moral "que logró trasmutar la condena bíblica
(Ganarás el pan con el sudor de tu frente) en una bendición. En la nueva moral,
el ocio fue un contravalor". Poco después, Benjamín Franklin aplicaría su
consejo de que "el tiempo es oro" y no hay que perderlo en
actividades "innecesarias". Así llegamos a hoy, una posmodernidad en
la que, mientras aceleramos en una carrera de promesas ambiguas y destino
incierto, el neg-ocio (etimológicamente, negación del ocio) prevalece sobre el
ocio. Se estigmatizan la contemplación, el puro sentir, el ser y estar en un
aquí y ahora esenciales, el encuentro, la charla, la lectura lenta, el
redescubrimiento de los sonidos, colores y perspectivas de la naturaleza. El
ser antes que hacer para tener. Se pretende que hasta el ocio sea productivo
(una verdadera contradicción en los conceptos). Se desconoce el derecho de la
mente, el cuerpo y el alma al silencio, al reposo, al no hacer. Y se suele
pagar, por ello, con síntomas, a menudo graves, de ese mismo cuerpo, esa misma
mente, esa misma alma.
El psiquiatra francés de origen ruso
Cyrille Koupernik (1917-2008) sostenía que la obsesión con la productividad, el
estar siempre haciendo, "permiten evitar el trágico reconocimiento del
vacío de la propia existencia, ligado a la insatisfacción de los deseos, a la
soledad afectiva". Para Koupernik, "el que está ocupado no
piensa". O, al menos, sólo piensa en aquello que lo ocupa. Desvalorizar el
ocio, huir de él, significa, paradójicamente, perder un tiempo precioso. El
tiempo de encontrarse consigo mismo, de explorar el itinerario existencial, de
hacerse consciente de la propia vida y de descubrirse como un ser trascendente.
Se dirá que son tiempos duros y hay que trabajar. Es innegable. Pero que el
árbol de lo temporal no tape el bosque de lo esencial. Aun en tiempos duros
importa la actitud hacia el trabajo y hacia el ocio. Porque es una actitud
hacia la vida que se mantendrá en tiempos mejores.