Por Mempo Giardinelli
Fue hace unos pocos años, un 25 de diciembre de finales del siglo pasado o inicios de éste, no importa demasiado. Había ido a Buenos Aires por no sé qué asunto familiar, o de trabajo, y algo me llevó a Villa Crespo y a pasar por Apolinario Figueroa al 600. Ahí, súbitamente, le pedí al taxista que detuviera el coche y me bajé a mirar el que todos llaman Guernica de Villa Crespo, símil del maravilloso espanto que pintó Pablo Picasso en 1937 y que yo había visto en Madrid un tiempo atrás.
Nuestro Guernica, digamos, es un mural bastante fiel, pintado con esmaltes sintéticos por un grupo de estudiantes de primer año del profesorado de la Escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón en 1984. Sobre un paredón de más o menos cinco metros de largo por dos y pico de alto, homenajearon al maestro andaluz en su centenario. A la intemperie y sin protección alguna, y más allá de la desidia municipal y del lógico deterioro, supongo que la obra se mantiene aún.
Aquella Navidad me coloqué en la vereda de enfrente para observar mejor la obra. No era el único: una mujer que parecía volver del almacén se detuvo unos segundos no sé si a mirar, como yo, o a resoplar por el peso de sus compras. Y había también un hombre, sentado en una especie de banquito de guitarrista clásico, mirando los trazos picassianos como quien tiene el raro privilegio de presenciar el calvario entero de Jesucristo. Se le notaba una tristeza dura, un dolor de esos que parecen definitivos. Lo recuerdo bien porque además lloraba, y un hombre que llora en la calle, aunque sea el campeón de los discretos, es siempre llamativo.
Y encima era más que un hombre, era un viejo. Completamente arrugado como Manuelita la tortuga, lloraba un gemido leve, mal disimulado, bajo la ridícula sombra de un fresno joven, o lo que parecía un fresno joven, plantado por quién sabe quién y como para fastidiar la vista de la estupenda reproducción. Pero al viejo no le importaba el cuadro, me pareció, y lo supe cuando le pregunté qué le pasaba. Pensé que me replicaría “a usté qué le importa” o algo así, pero el tipo me sorprendió:
–Ahí estaban mis padres –dijo, directo, señalando la obra– y ahora me dejó mi mujer.
Alcé las cejas y moví la cabeza hacia los lados: –Un doble fulero –dije, por decir algo.
–Yo era un pibe en la Navidad del ‘37. Me trajo un tío falangista en un carguero. Después se volvió pero primero me entregó aquí a unos republicanos del mismo pueblo. Se odiaban entre ellos, pero todos cuidaron de mí.
Se secó los mocos con un pañuelo roñoso, amarronado.
Un trueno presagió la lluvia. –Vengo casi todos los años, ¿sabe? Como a saludar a mis padres.
Hizo una pausa; yo seguí en silencio porque era obvio que el viejo quería hablar. –Vine algunas veces, otras navidades. No todas, porque trabajaba lejos.
En Córdoba, en Tucumán, en Chile también. En Bolivia fui minero, en Paraguay albañil y en el Chaco estuve en Las Palmas cuando todavía era un ingenio. ¿Conoce Las Palmas?
Era un imperio, eso. Lo acabaron de destruir las bandas de López Rega.
Hoy dicen que es sólo un fantasmal recuerdo de glorias pasadas. –Así dicen –descarté veloz–. Pero usted no llora por eso, ¿verdad?
Giró para encararme con su mirada, que era durísima y profundamente azul. Sus arrugas parecían elaboradas una por una. A la mano que sostenía el pañuelo a la altura de su pecho le faltaban dos dedos.
–¿A usted nunca lo dejó una mujer? –me disparó–. Es como sufrir un bombardeo, un ataque aéreo masivo en medio del pecho. Hice silencio; qué podía decirle.
–Hay dolores que uno sabe que nunca se terminan, pero amenguan con el tiempo y uno convive con ellos... Pero hay otros que son fuegos vivos y no hay ardiente paciencia que los mitigue. No hay modo de apagarlos y es como que todo se termina.
–¿Lo dejó por otro? –Me dejó. No importa si tuvo buenas o malas razones. Cuando a usté lo abandona una mujer, todas son malas. –Pero puede volver –dije, sin convicción–.
Capaz que mañana vuelve. Justo en ese momento el taxista me preguntó, con un bocinazo, si le pagaba o seguíamos viaje. Le hice seña de que continuara esperando. Pero me puse de pie y di dos pasos hacia el coche.
–Capaz que vuelve, amigo. Uno nunca sabe. El viejo se quebró en un llanto franco y ruidoso.
–Está muerta –dijo–. Y yo también. ¿No se ve que estoy muriendo?
En ese momento empezó a llover. No es común que en Buenos Aires llueva en Navidad, pero cuando sucede cae una lluvia tibia, suave y melancólica como un tango instrumental que uno escucha a lo lejos, como después de atravesar zaguanes y persianas. Me alejé sintiendo una estúpida culpa. Como si hubiera asistido al nacimiento de un tango que nadie iba a cantar. Nunca más regresé a Apolinario Figueroa al 600. Recién vi una foto en la web y el arbolito sigue ahí, parece, jodiendo la vista y creciendo como crecen los árboles que la imbecilidad municipal planta en lugares indebidos. O poda cuando no se debe, o tala al estilo sojero. Aquel hombre, supongo, no habrá vuelto otras navidades.
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