De padres, hijos y abuelos: una reflexión en primera persona para celebrar el Día del Padre
Leonardo Ferri para La Nación
viernes 17 de junio de 2016
Mi abuelo Antonio falleció
el 2 de enero de 1992. No encuentro en mi memoria otra fecha de muerte más que
esa, y eso que a mis 35 años ya he perdido a todos mis otros abuelos, algunos
pocos amigos y varios conocidos. Recuerdo el fin de año de 1991 como el único
en el que Héctor, mi papá, estuvo ausente -acompañaba a su padre en el
sanatorio, claro- y que ese 3 de enero cambié la expectativa por la llegada de
los Reyes Magos por un velatorio. Fue el primero al que fui y -creo- la primera
vez que lo vi llorar a mi viejo. Sentado en sus piernas y apoyado contra su
pecho, mi viejo respondía mis preguntas sacando fuerza de quién sabe dónde. Ya
no era un superhombre, sino un hombre común. La infancia duele de distintas
formas.
Quizás porque ya pasé más
tiempo sin él que con él, 24 años después casi no me acuerdo de mi abuelo
Antonio. Sí recuerdo el patio de su casa de José Ingenieros, con esas paredes
de salpicré que sorteaban algún raspón a quienes le pasaran cerca, la mesa del
comedor de madera maciza y esos sillones grises que hoy costarían una fortuna
en el Mercado de las Pulgas; y el piso de goma de la cocina, que en su momento
debe haber sido lo último de lo último. Me acuerdo esos detalles pero no
recuerdo su voz, ni su sonrisa ni el humor que todos le elogiaban. Apenas
encuentro recuerdos sobre sus manos grandes, de los submarinos que me preparaba
en la pizzería Nápoli de Callao y Corrientes (ahí mismo donde ahora sobrevive
una disquería), cuando salía del cine Los Ángeles de ver "La dama y el
vagabundo", "Blancanieves" o alguna otra de Disney. No mucho más
que eso.
Hoy, 24 años después, reviso
mi celular con cámara de 13 megapixeles y encuentro no menos de 200 fotos de
Benjamín, mi hijo de un año y medio. Hay recuerdos digitales de su última
visita a la calesita, del último cumpleaños al que fuimos y decenas de momentos
que parecen intrascendentes, pero que sin la limitación de 24 o 36 fotos por
rollo, no molestan. La amnesia infantil hará que esas instantáneas queden en su
inconsciente, pero si los backups no fallan y la tecnología no nos traiciona,
esas fotos exageradas quedarán expuestas cada vez que intentemos recuperar algo
de aquel momento. Mientras tanto, yo seguiré buscando alguna foto en la que mi
abuelo Antonio y yo estemos juntos. Hay muchas -cuadradas, panorámicas, en
blanco y negro y a color, de su casamiento y sus vacaciones, de su trabajo y de
las reuniones familiares- pero ninguna a solas con él, ni ninguna que me lo
recuerde con las canas y la vejez (porque la niñez otorga esa impunidad de ver
como viejas a personas que están en sus sesenta) con la que lo conocí.
Hoy, 24 años después, mi
viejo - que tiene la misma edad que su papá cuando falleció- y yo charlamos
mientras Ben duerme en sus brazos. Mientras hablamos sobre lo que vemos en la
televisión, no dejo de pensar en que él tuvo que hacerse cargo de su viejo con
muchos menos años que yo; y de que merecería tener la vida un poco más resuelta
y no haber empezado desde cero como hizo hace poco. Días antes habíamos tenido
un diálogo sobre algunas cuestiones de familia, un intercambio sobre cosas que
los dos veíamos que estaban fallando. No le reclamé que jamás me haya enseñado
a manejar ni tener aquella charla pendiente sobre educación sexual que nunca
tuvimos; ni él me reclamó las veces que llegué a cualquier hora sin avisar. No.
"Yo ya sé que siempre vas a estar en las malas, pero necesito que también
estés en las buenas", fueron más o menos mis palabras. "No te pierdas
estar con tu nieto".
Ser papá es un ejercicio
diario de improvisación en el que uno intenta ser lo mejor posible, tomar las
decisiones correctas y enmendar algunos errores para cometer otros. Es darse
cuenta de cuánto hicieron nuestros padres por nosotros, y de cuánto se habrán
preocupado, si es que no siguen haciéndolo. Ser abuelo, supongo, debe ser una
buena manera de recordar cómo era ser papá y de intentar hacer con los nietos
aquello que no se pudo con los hijos.
Hoy, 24 años después, hay
tres generaciones de un mismo apellido sentadas en el mismo sillón. Y yo, que
ya tengo más de 200 fotos de mi hijo en el teléfono, pienso que ojalá que no le
haga falta, pero apunto y saco una nueva, para que cuando Ben sea más grande y
la memoria lo traicione, tenga para elegir el recuerdo que más le guste.
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