Nacemos para amar. Y para ser amados. El
amor no es un capricho ni un lujo. Por el
contrario es algo central para la
supervivencia de nuestra especie. La naturaleza ha previsto que las madres se
enamoren de sus bebés desde el nacimiento y que sea este amor el que modele el
crecimiento de la criatura.
En base a esta primera relación amorosa
se irá desarrollando el cerebro y con él la personalidad del recién nacido. Lo
que la naturaleza ha diseñado para la supervivencia de nuestras criaturas es
una maravillosa y fascinante sincronía de madres y bebés. Cuando el ambiente es
respetuoso con las necesidades de ambos la crianza se convierte en una
experiencia del más profundo y verdadero amor.
Ahora sabemos que es la química de ese amor la que permite a los bebés
crecer confiando en la vida y disfrutando al máximo. Esa química amorosa
que se traduce en salud y placer.
Sin amor no crecemos. O crecemos
maltrechos. Es la otra cara de la misma moneda. Cuando el vínculo falla, cuando
por diversas razones los bebés no consiguen apegarse a sus madres y padres todo
resulta mucho más difícil. Cuando se obstaculiza la química y no se permite la
construcción natural de los cimientos del apego el resultado es dolor,
dificultad, sufrimiento, desconfianza y en el peor de los casos desapego.
Desapego que también se traduce en alteraciones cerebrales, crecimiento
patológico, problemas de salud e incluso
patologías mentales.
Nacemos para amar y sin amor no crecemos.
Pero esto no se suele enseñar en las facultades de medicina. A los médicos no
nos inculcan la importancia del amor, ni como afecta a la salud. Es más,
raramente se menciona el efecto del amor en los cuidados o en la relación con
los pacientes. Dedicamos años al estudio de la química de la vida y del
funcionamiento del cuerpo humano pero apenas aprendemos nada sobre la necesidad
de amor para el crecimiento y la salud.
Lo que la ciencia del apego nos enseña es
fácil de resumir: hay que cuidar a las madres para que puedan vincularse
eficazmente con sus bebés. Cuidar a las madres significa respetarlas,
escucharlas, sostenerlas. Pero ese respeto a las madres que debería ser el
punto de partida todavía brilla por su ausencia en muchas facetas de nuestra sociedad, incluida la ciencia. A
lo largo de décadas las madres y sus experiencias han sido desautorizadas,
ninguneadas o incluso culpabilizadas desde la psiquiatría, la psicología, el
psicoanálisis o la medicina. En vez de ser tomadas en cuenta como verdaderas
expertas y conocedoras de sus hijos han sido excluidas, privadas en ocasiones
incluso del contacto con sus hijos o bebés, tachadas de inmaduras o
inconscientes e incluso maltratadas.
Desde que inicié mi formación profesional
como psiquiatra infantil me resultó chocante esa actitud despectiva hacia las
madres en el entorno médico y psiquiátrico. “Esa madre es una histérica” era
una sentencia habitual. A lo largo de la historia de la psiquiatría a las
madres tristemente se les culpó de enfermedades tan graves como el autismo, la
esquizofrenia o la anorexia nerviosa. Esta actitud persiste en muchos ámbitos y
a veces reaparece disfrazada. No es de extrañar que el sentimiento de culpa sea
tan frecuente entre muchas madres occidentales.
Se necesita una aldea para criar a un
niño, dice el proverbio africano.
Sostener y proteger a la díada madre bebé no es tarea exclusiva del
padre sino que debe ser una prioridad de toda la sociedad. Mi intuición es que
nacemos para amar y que amando podemos crecer hasta lugares insospechados pero
que intuyo gozosos, creativos, llenos de alegría y tan ricos en matices como un
paisaje de naturaleza virgen.
Texto completo en : La ciencia de las madres
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