Era el Hospital General de Viena, en Austria. Y era el año 1846. Un joven médico no podía conciliar el sueño cuando, cada noche, escuchaba la punzante campanilla del párroco llegando a la sala de las mujeres que habían dado a luz. Pero no para saludarlas por la nueva vida, sino para darles la extremaunción. El diagnóstico era siempre el mismo, "fiebre puerperal".
Ese médico, nacido en Buda, Hungría, a orillas del Danubio, se atormentaba pensando en los huérfanos y en esas mujeres moribundas, delirando de fiebre.
Su nombre era Ignác Füllop Semmelweis, tenía poco menos de 30 años y era doctor en obstetricia. Desde el inicio de su carrera, la altísima mortalidad de las mujeres que acababan de dar a luz -que en algunos casos llegaba a más del 95%- se convirtió para Semmelweis en una auténtica obsesión.
En la maternidad del Hospital de Viena había dos salas de parto. Una era más concurrida por los estudiantes de medicina, que revisaban a las mujeres después de haber manipulado cadáveres en la morgue del hospital. La otra sala era más concurrida por las matronas, mujeres expertas en el arte de dar a luz, y allí la suerte seguida por las parturientas era más alentadora.
En esa época no se sabía nada de estadísticas (aunque ahora quizá tampoco, a juzgar por las cifras que emite el Indec), ni tampoco se concebía que agentes invisibles, como los microorganismos, pudieran ser el origen de las infecciones.
Sin embargo, el joven Semmelweis, con el resplandor brillante que suele asociar la inteligencia con la rebeldía, sacó sus primeras conclusiones y dijo que había "algo" que los estudiantes llevaban en sus manos, desde la morgue hasta la sala de partos, y que podía ser el origen del problema. Ese "algo" no era otra cosa que bacterias anaerobias (que sobreviven sin oxígeno) de los cadáveres.
Para probar su teoría, solicitó que los estudiantes se lavaran las manos con una solución de cloruro cálcico antes de revisar a las mujeres. Las cifras de mortalidad descendieron en forma contundente.
Sin embargo, el profesor Klein, afamado obstetra y jefe de Semmelweis, se le opuso en forma terminante. El creía, entre otras cosas, que la muerte de las puérperas ocurría por los bruscos modos de los estudiantes, en su mayoría húngaros, por lo que los historiadores no descartan una dosis de xenofobia en la interpretación del profesor Klein.
Semmelweiss fue expulsado de la maternidad de Viena. Contó con el apoyo de algunos amigos. Pero la plana mayor de los expertos de la época le dio vuelta la cara. Pasó hambre, soledad y hasta fue encerrado en el manicomio.
En la Argentina modelo 2009 debe ser la primera vez que el hecho de lavarse las manos pasó de ser una de las más recriminables costumbres nacionales a convertirse en el pasaporte más simple y barato para defenderse de la mentadísima gripe A.
Si algo quedó claro después de la irrupción de este nuevo virus es que lavándonos las manos con agua y jabón (o, si esto no es posible, con alcohol) reducimos la probabilidad de transmisión de muchas enfermedades. Si la enseñanza se mantiene, no habremos conquistado un trofeo menor.
Hoy, la bibliografía científica es abundante y clara: el correcto lavado de manos es la manera más eficaz de disminuir en forma contundente un mal que además de causar numerosas muertes evitables se lleva millones, aquí y en el resto del mundo. "La transferencia de microorganismos por las manos del personal hospitalario ha sido identificada como el factor más importante en la transmisión de infecciones", afirman, resumidamente, una larga serie de investigaciones sobre el tema.
El año pasado, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Unicef designaron el 15 de octubre como el Día Mundial del Lavado de Manos. Es que cerca de 4 millones de chicos mueren cada año por enfermedades diarreicas e infecciones respiratorias que podrían evitarse si sus cuidadores y ellos mismos se lavaran las manos, especialmente antes de comer y luego de ir al baño.
Lavarse las manos. Fácil, económico. ¿Quién podría cuestionar su eficacia? ¿Ahora? Nadie. O casi nadie.
El doctor Semmelweis murió a los 47 años, después de haberse cortado en forma intencional con un bisturí para producirse la misma fiebre que mataba a las parturtientas y dar un paso más en la demostración de su teoría. Hoy es reconocido como el "padre" del control de las infecciones hospitalarias.
Falta que le hagamos más caso. Todavía.
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