jueves, 27 de marzo de 2014

Aprovechad y coged mucho a vuestros hijos... o acabarán como yo

31 de enero de 2014 | 08:00 CET
 @armando_bastida
Editor en Bebesymas


Una de las mejores cosas que le suceden a uno cuando es padre es que puede, en cierto modo, revivir la infancia, pero viéndola desde otro prisma. Algo así como rememorar los tiempos en que eras pequeño y no entendías la posición o las decisiones que tomaban tus padres, o ni te las planteabas, para desde el otro lado recordar y entender, e incluso solucionar o mejorar, si se puede, la relación con nuestro hijo con la referencia que tenemos de entonces.

Estoy hablando de mí, de ser el cuarto de seis hijos, de nacer más o menos cuando mi hermano debutó con una enfermedad de riñón importante que le llevó a estar mucho tiempo en los hospitales y cuando mi madre no se pudo hacer cargo de mí y mi padre no tuvo demasiado interés en suplir su ausencia. Por eso, y ahora os hablaré más de ello, os digo: aprovechad y coged mucho a vuestros hijos… o acabarán como yo.

Relativizando infancias
A ver, las cosas en su sitio. No puedo decir que mi infancia fuera mala. Tuve una familia que me quería y se preocupaba por mí, comida, un techo y la atención de mis padres cuando la requería. Sin embargo, a mi modo de ver, no fue lo completa que podría haber sido. Acabo de decir “la atención de mis padres cuando la requería”, y ahí está el quid de la cuestión. Yo no solía requerirla, porque como dice siempre mi madre, no hacía ruido ni para llorar.

Mi niñez
Yo me quejaba poco, incluso cuando necesitaba algo era capaz de no pedirlo por no molestar y, simplemente, resignarme a no obtenerlo. Aprendí y me enseñaron a ser obediente y educado (o lo que entonces se consideraba por ser educado, que podría definirse como sumiso), a que los mayores siempre tienen la razón, a que ellos hablan y los niños callan y todo eso que hace que una persona, en cierto modo, quede anulada a nivel autónomo.

Además, hay personas a las que un grito, una llamada de atención o incluso un cachete les hace rebelarse, pedir respeto o salir adelante con más ahínco, pero yo no era así. A mí todo eso me hacía agachar más y más la cabeza, vivir con el nudo en la garganta, con miedo y arrastrarlo toda la vida.

Pidiéndome perdón
Mi madre me lo ha dicho más de una vez. Pasó tanto tiempo llorando por su hijo enfermo, tanto tiempo pensando en él y luchando por él que a mí me dejó un poco de lado. Por suerte, como dice, yo no me quejaba. Acepté la falta de madre y de padre (porque mi padre nunca nos ha cuidado, sino que simplemente llegaba a casa y descansaba) como lo normal, porque tampoco recibí otra cosa, y ahora que soy padre, analizándome, he llegado a atar algunos cabos.

Solitario e intocable
Ahora que soy padre veo que mis hijos son más extravertidos que yo, veo que encajan mucho mejor cualquier comentario y veo que, incluso cuando mi padre, su abuelo, les reprocha algo, tal y como hacía conmigo (ya le he dicho más de una vez que no lo haga, que disfrute de sus nietos y que me deje a mí lo de educarles), ellos escuchan, hacen o deshacen, pero no agachan la cabeza, es decir, no le cogen miedo, no le temen y le hablan como a uno más.

¿Por qué? Pues igual es innato, no lo descarto, pero me gusta pensar que se sienten bien consigo mismos, que tienen seguridad y que se ven capaces de responder a un comentario si no están de acuerdo, o hacernos saber qué piensan al respecto cuando hay algún problema, y todo ello gracias a que siempre les hemos dado esa posibilidad de expresar, de hablar, de sentirse uno más, independientemente de su edad, tamaño o capacidad verbal.

Volviendo a mí, en comparación a ellos, era y soy mucho más solitario. No soy muy hábil con las relaciones sociales, de hecho, no me siento cómodo en muchas ocasiones, no soy muy de hacer amigos y tampoco se puede decir que sea un gran organizador de eventos. Vamos, que estoy muy cómodo repitiendo patrones de mi infancia, mayormente solo, quizás para seguir pasando desapercibido como entonces (mi familia no cuenta, claro, ellos son parte de mí).

Y además de ser una persona menos sociable que la media, no estoy demasiado acostumbrado al contacto. Miriam siempre me pide que le haga masajes y caricias. Mis hijos siempre me piden que les haga masajes y caricias antes de ir a dormir. Y yo, pues no, nunca pido masajes ni caricias. Un día me lo preguntó: “¿Es que no te gustaría un masaje?”, y oye, cuando me los han dado me han gustado, a quién no, pero crecí con el contacto justo y ahora, aunque me gusta, no lo necesito. O mejor dicho, he aprendido a vivir sin él, y en consecuencia, no lo pido y soy también poco dado, si no me lo piden, a ofrecerlos.


Triste, ¿no?
Pues eso, es triste que haya perdido la espontaneidad de dar besos y abrazos ya de pequeñito y es triste que no busque más el contacto. Triste porque racionalmente soy consciente de que el calor de unos brazos tienen un poder impresionante. Crecí también sin ver a mis padres darse un triste beso. A nuestros ojos eran como dos adultos que comparten espacio pero no se tocan.

Así que para evitar eso, para evitar que acaben como yo, aprovecho y cojo mucho a mis hijos, les abrazo y les doy mil besos. Ellos son la cura de muchas heridas y gracias a ellos he roto unas cuantas capas de frío hielo que no me dejaban disfrutar de la vida. Haced lo mismo, aprovechad y coged mucho a vuestros hijos, no dudéis en darles mucho cariño y así, plenos de ese amor y esa confianza, llenos de autoestima, serán capaces de mantener relaciones sociales saludables con los demás y serán capaces de dar y recibir tantos besos y abrazos como sientan (o como mínimo, tendrán la base para ser así de mayores).

Foto | Donnie Ray Jones en Flickr

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