Viernes, 7 de agosto de 2015
Típico de madre soltera es insistir de
forma enfermiza en enseñarle a decir primero “mamá” que “papá”. Y no, las cosas
no siempre salen como se planea.
Una noche, al llegar del trabajo a buscar en
casa de mi hermana a mi bebé, ya de nueve meses, se me lanzó en los brazos
rebosante de alegría al verme. Me disponía a meterme en el cuarto para darle de
mamar y reconectarnos en ese momento hermoso, pero me distraje hablando con mi
hermana y su familia. Varias veces saqué la mano de mi hija, intrusa e
impertinente, de mi blusa, y ella me miraba expectante, ustedes saben, con esos
ojitos que ponen cuando están a punto de llenarse la boca de pezón. Así pasaron
varios minutos hasta que, en un ataque de desesperación, colgada de las solapas
de mi uniforme, me gritó con toda su fuerza: “TEEETAAA”. ESA fue su primera
palabra y no la repitió, ni dijo otra, hasta unos meses después.
Ya son cuatro años amamantando. Hemos
pasado por muchas etapas y hemos vivido momentos maravillosos, momentos
desesperantes en los que yo he querido tirar la toalla y momentos
escandalosamente hilarantes que les relataré en los próximos párrafos.
Al principio fui duramente criticada por
no querer dar un tetero. Tanto fue así que me dediqué a investigar hasta
alcanzar el nivel “obsesión”. A las tres semanas de nacida, dejé de dar teta y
a las seis semanas relacté como lo hacen las madres adoptivas. Fui defensora de
lactancia, luego dejé de defenderla (porque en realidad dejé de percibir las
críticas como un ataque) y, finalmente, pasé a ser promotora de lactancia,
dando apoyo a quienes desean más información.
A los cuatro meses fui diagnosticada de
una depresión severa, por lo que se me recomendó destetar para que tomara
antidepresivos. Nunca volví al consultorio porque me había costado muchísimo
recuperar la lactancia, como para perderla por antidepresivos. Y luego aprendí
del psiquiatra mexicano Esteban Braham, que la lactancia es el mejor antidepresivo
que existe, así que tomé una excelente decisión, pero por pura rebeldía.
Un día me imaginé como la última mohicana
que lactaba, luego descubrí que era una más de un montón que hacía lo mismo que
yo.
Al principio me daba pena mostrar la teta,
tanto que tapaba la teta y a la niña con un pañal de tela que iba desde el
hombro hasta la barriga, haciendo que la pobre transpirara a mares allí
escondida. Luego empezó la lucha de mi
hija por quitarse el trapo de encima por lo que, más de una vez, quedó todo al
descubierto y yo roja de vergüenza. Un día tuve piedad de la pobre que parecía
que salía de un sauna cuando terminaba de mamar y empecé a taparme solo el
seno, dejando libre apenas el pezón que pudorosamente mi hija cubría con su
boquita.
A los dos años ya había perdido toda
vergüenza y sacaba la teta libremente en cualquier lugar cada vez que mi hija
lo requiriera, al punto de llegar a quedarme dormida sobre un sofá en una
librería en la que trabajaba. Cuando ella terminó de mamar, se bajó de mi
regazo y se fue a jugar con los libros, por lo que fui fotografiada dormida,
con la boca abierta y una gran teta talla 38B a la vista del público.
“Estuviste como cuarenta y cinco minutos durmiendo”, fue lo que contaron mis
vecinos de tienda, quienes no tuvieron el valor de despertarme, pero sí de
mostrarle a medio mundo la foto del cuerpo inerte sobre el sofá con la teta al
aire.
Una vez, caminando por la calle y dando
teta a la vez, me resbalé con un charco. Hice mil peripecias y un triple salto
mortal con tirabuzón hacia atrás con el fin de no caerle encima a mi hija,
largué el bolso de los juguetes, la carpeta llena de papeles, la cartera
súper-pesada, mostré las pantaletas, me hice un morado en la rodilla derecha y
un esguince en el tobillo izquierdo. Todo en dos segundos. La caída y
peripecias le resultaron graciosas a ella, quien soltó la teta y empezó a
gritar emocionada. La escena de la mujer espaturrada en el suelo, con los
peroles regados en el piso, sin poderse levantar por el dolor en la ingle, en
la rodilla y en el tobillo, con una niña en brazos muerta de la risa y una teta
libre, será recordada por los cientos de transeúntes que andaban por esa calle,
en pleno centro de la ciudad.
También pasamos juntas la etapa de los
mordiscos, manotones, pellizquitos y hasta los momentos cuando, mientras mamaba
en una teta, con la mano agarraba mi otro pezón, como si estuviese sintonizando
una emisora imaginaria. Recuerdo que una vez se me lanzó con tanta
desesperación sobre el pecho, que rebotó como un balón y cayó dos pasos más
allá de la cama.
Recuerdo que entre el año y el año y
medio, mi hija no desaprovechaba cualquier ocasión de verme sentada, acostada, ni bañándome o
cambiándome la blusa, o cualquier situación que le recordara que yo producía leche,
porque enseguida hacía las gestiones para hacerme entender que quería mamar.
Era insufrible, mamaba trescientas veces al día, en oportunidades por chupitos,
toda la santa noche y, a pesar de que practicábamos colecho, yo dormía fatal,
así que mis días eran increíblemente pesados debido al cansancio que terminaba
por empañarme la ya escasa inteligencia emocional y unas ojeras eran tan
grandes y oscuras que podía usarlas como sostén.
Escribí, llamé, texteé, aparecí cual
Droopy mil veces ante Janeth Ivimas, mi consejera de lactancia, rogando que
terminara el suplicio, que no soportaba, que odiaba dar teta. Admiro la
paciencia de Janeth, que en montones de ocasiones, me daba ánimos para
continuar. Y hoy se lo agradezco infinitamente. Fueron apenas pocos meses,
comparados con años llenos de hermosos momentos. No me arrepiento de haber
seguido sus consejos.
Una noche, desperté porque sentí una
incómoda revisión de mis glúteos. Era mi bebé, que pasando dormida sobre mí, se
los encontró accidentalmente. Di un manotazo instintivo de protección de mi
intimidad y le dije: “¿Qué haces allí?”, a lo que aún dormida, afincando el
rostro entre las nalgas, buscando un pezón perdido, me respondió: “teta, mamá,
teta”. Reí por semanas.
Recuerdo que mi hija se salvó de una
deshidratación severa producida por la diarrea, la fiebre y los vómitos
causados por un parásito, debido a que se pasó todos esos días pegada a la teta
casi las 24 horas continuas (con breves pausas para que yo pudiese ir al baño o
para diligencias furtivas a la cocina). Un milagro del que se maravillaron los
médicos. No hizo falta pedialyte ni suero oral.
Mis dos tetas pasaron a ser nuestra
medicina para todo, para detener pataletas, para calmar la picazón de las
picadas o de las heridas de la lechina, para aliviar calorones y sed, para
curar conjuntivitis, pañalitis, forúnculos, brasas, aburrimientos, para dormir
más rápido, para conversar, para pedir perdón, para dolores de garganta, para
malestares estomacales, para relajarnos… y la lista de usos afines sigue,
infinita.
Hoy ya no pide teta ni me acepta las
insinuaciones de mamar. Tiene una salud resistente y mantenemos protegida
nuestra relación de amigas y confidentes. A veces extraño dar teta y a veces
siento que, como dice Janeth, ha terminado satisfactoriamente una etapa amorosa
entre mi hija, mis dos tetas y yo.
Louisana Panagua.
Publicado por Janeth Ivimas en 15:31
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