martes, 12 de agosto de 2014

Por qué no hay que dejarles llorar: el cerebro de los niños no es un músculo, sino más bien una flor

07 de junio de 2013 | 12:01 CET


Durante mucho tiempo los padres y educadores han pensado que el cerebro de los bebés es como un músculo, una estructura endeble al principio que va fortaleciéndose y curtiéndose gracias a los malos momentos, a las situaciones duras de la vida, a sufrir soledad y separaciones y a todas aquellas acciones que ayuden a un niño a ser capaz de vivir solo sin depender emocionalmente de nadie.

Bien, es cierto que haciendo todo eso se puede conseguir la meta, que un niño sepa estar solo. El problema es que se corre el riesgo de que además de saber estar solo, el niño llegue a preferir estar solo, o que no sepa cómo estar en grupo, ni expresar las emociones, o incluso que no sepa demasiado bien cómo sentirlas, como no ahogarlas para volver a confiar en los demás. Y es que como padres debemos tener mucho cuidado con el estrés de nuestros hijos pequeños, porque el cerebro de los niños no es un músculo, sino más bien una flor.

Pero los niños son muy resistentes…
Es cierto, los niños son muy resistentes emocionalmente, y tienen que serlo así, porque durante toda la historia la vida ha sido muy dura para ellos. Muchos morían jóvenes o veían morir a sus hermanos o padres cuando aún eran pequeños, muchos han sido niños que nadie ha amado, muchos… Pero eso no quiere decir que puedan soportarlo todo sin que ello afecte a su manera de ser y más ahora, en la actualidad, porque ahora ya no tienen que vivir las penurias que vivieron nuestros antepasados (o las que viven los niños en los países pobres, sin irnos tan lejos).
El cerebro y el estrés no son demasiado buenos compañeros y, si un niño se ve inmerso en un estilo de crianza, digamos, más bien intenso, más bien autoritario, carente de respeto y de puntos de diálogo o negociación, los sistemas de respuesta pueden alterarse y llegar a permanecer de ese modo durante mucho tiempo.

La amígdala: la alarma del cerebro
Prueba a acercarte al Dr. Bruce Banner y moléstale hasta que se enfade. ¿Qué sucede? Pues que en un periquete se vuelve verde y grande, y pasa a llamarse “Hulk”. Exacto, este doctor tiene un problema con su amígdala, que se hiperexcita y funciona demasiado. La amígdala es el sistema de alarma de nuestro cerebro, el que nos pone en alerta ante un peligro, ante un ruido amenazador, cuando estamos a punto de dar una conferencia multitudinaria, etc., es la que nos hace sudar y acelera nuestro corazón preparándonos para la huida o para la lucha.

Lo interesante, lo que todo el mundo busca, es la técnica o la manera de controlarla, sobre todo si sabemos que el entorno es seguro. El ejemplo de la charla es muy válido, porque nadie quiere plantarse delante de un gran número de personas a hablar con el corazón a cien, la boca seca y el sudor empapando su cuerpo. La persona debe coger confianza, debe hacer que el raciocinio supere a la emoción, que la controle. Lógicamente, es difícil hacerlo si nunca has dado una charla, pero si has dado unas cuantas, la costumbre ayuda mucho y al final los síntomas apenas aparecen.
Los adultos, pues, con nuestro raciocinio, somos capaces de dominar a nuestra amígdala en muchas ocasiones porque somos conscientes de qué es peligroso y qué no lo es. Los niños, en cambio, tienen muchos menos conocimientos y mucha menos experiencia y el simple hecho de sentirse solos ya les hace llorar y ya les activa. Se estresan si están solos, si no les haces caso, si les llevas en cochecito pero quieren que les cojas, si están en la habitación de al lado y necesitan que les abraces, si les gritas, si les tratas mal, si les pegas, si les castigas, si…


Estrés y cerebro de los bebés
Y ellos tienen un problema gigante, enorme. No saben cómo calmar la amígdala, no saben cómo respirar hondo y superar el mal trago, no saben cómo entrar en el Facebook y decir “Qué mal día, por Dios”, a la espera de que decenas de amigos les pregunten “¿Qué te pasa tío?, cuenta…”, no saben cómo abrir el congelador y zamparse un helado entero “porque me lo merezco” y no saben cómo llamar a las personas que les importan para que les ayuden a desahogarse, precisamente, porque las personas que les importan, las que deberían ayudarles a calmarse, han decidido que no les pasa nada por llorar un rato, que deben aprender a dormir solos y que no tiene sentido que dependan tanto de ellos y que cuanto antes aprendan a no necesitarles mejor.

Entonces, ¿si no les ayudamos a calmarse?
Si no les ayudamos a calmarse, si no frenamos el estrés, si hacemos caso a los consejos de dejarles llorar, lo que acaba sucediendo es que la amígdala se acostumbra en cierto modo a estar activada y lo que acaba haciendo es hiperactivarse, o lo que es lo mismo, estar cada vez más pendiente del entorno, más vigilante, para dar respuesta antes.

Esto se traduce en niños que actúan de un modo exagerado, asustándose por cosas que no tienen importancia, agobiándose por cosas insignificantes, estando preocupados por todo y perdiendo la paciencia muy fácilmente.

“Ya, pero la mayoría de niños son así”, me diréis. Y es cierto, la diferencia en este caso es que muchos niños que no han aprendido de pequeños a calmarse llegan a la edad adulta con muchos vestigios de esa infancia, siendo personas más asustadizas, más desconfiadas, con dificultad para expresar emociones o, como he dicho al principio, para sentirlas, con poca tolerancia al estrés y con poca paciencia.

¿Qué podemos hacer los padres?

Como supongo que ningún padre quiere que su hijo llegue a ser uno de esos que a la mínima está gritando y tirando las cosas por el suelo porque no tiene autocontrol (que no quiere decir que los niños salgan así, sí o sí, porque hay niños muy capaces de vivir con las adversidades), lo ideal es ayudarles cuando son pequeños a calmarse, ayudarles a racionalizar los momentos de estrés, a darles sentido, a ser ese amigo que te permite desahogarte, a ser el helado de medio kilo, a ser lo que necesitan para suspirar y relajarse de nuevo.

No podemos protegerles de todos los males ni debemos resolverles todos los problemas, porque los niños necesitan retos, necesitan intentar cosas y tomar decisiones para crecer, pero sí podemos y sí debemos estar ahí, a su lado, para echarles una mano cuando la necesiten, para que sientan nuestro apoyo. Dicho de otro modo, en esos momentos en que pierdan los papeles, cuando las emociones les superen y les invada la rabia, la ira, o incluso el miedo, debemos estar ahí para dar significado a las emociones, para que vean que nosotros sabemos controlarnos, entiendan por qué pueden vivir los problemas de otro modo y vean que allí donde no parece haber salida posiblemente la hay, si la buscan con más paciencia y dándose tiempo.

De este modo los niños van sumando experiencias, van sumando logros, van aprendiendo a controlarse y van tomando cada vez más decisiones, siendo más capaces de afrontar los problemas y de controlar los impulsos y las emociones negativas. De este modo, cuando crezcan, serán adultos que ante el estrés y la ansiedad serán capaces de afrontar los problemas con mayor tranquilidad, pudiendo trabajar incluso cuando presión, buscando soluciones y luz ahí donde otros sólo verán oscuridad.

El problema, como he dicho y asumiendo que me repito, viene cuando esas emociones no se trabajan, cuando no les ayudamos, cuando tienen que ser ellos los que las calmen, a veces siendo ahogadas, pero no resueltas. En definitiva, cuando se las guardan para sí, haciendo la conocida “pelota que va creciendo y creciendo” hasta que un día explota, a veces hacia afuera, o peor, a veces hacia adentro (con síntomas de depresión, de baja autoestima,…).

Foto | Daniel lobo, Nate Grigg, Aurimas Mikalauskas en Flickr

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