20 de febrero de 2014 |
08:01 CET
A menudo os decimos que
un ejercicio muy recomendable a la hora de criar y educar a los niños es tratar
de entenderles. Ser empáticos y ponernos en su lugar para saber qué están
viviendo y, de ese modo, acercarnos un poco más a su aflicción o molestia y
saber así el porqué de su comportamiento.
Hablando de bebés, hay
muchos padres que no acaban de entender cómo puede ser que al dejar al bebé
solo en la cuna o el moisés se eche a llorar, o que duerma cinco o diez minutos
y se despierte de nuevo, cuando parecía que estaba traspuesto para horas, o por
qué si se queda solo un momento, llora también, si está seguro entre las cuatro
paredes de su habitación.
Pues la respuesta es
bastante simple, pero pocos padres la conocen o la interiorizan: si tu bebé no
te ve, no te huele y no te siente, no sabe que existes.
El moisés junto a la
cama
Siempre se dice que el
problema es cuando no te ve, y es cierto, pero hay algo más. Es decir, si no te
ve, si te pierde de su campo visual, si desapareces, para él ya no existes. Y
mientras esté distraído con algún juguete, color o cacharro en movimiento se
olvidará de pensar en que no existes, pero como esas cosas tienen una diversión
limitada, enseguida se dará cuenta de que está solo y echará a llorar.
Hay madres que se
preguntan cómo es posible que teniéndolo al lado en la cama, sin tocarle,
duerma medio bien y teniéndolo en el moisés, pegado a la cama, en teoría no
mucho más lejos, duerma fatal.
Pues lo dicho, es
posible que ahí, al lado de la cama, con la mínima luz de las lamparitas que
ponemos de noche para verle ellos puedan abrir un momento los ojos, ver que
estamos a su lado y seguir durmiendo tan tranquilos. Pero casi me decanto más
por una cuestión de olor, de ruido y de reconocimiento de la presencia.
En el moisés, aunque
está abierto, imposible que te vea. En el moisés, por tener cuatro paredes y
quedar un poco hundido dentro nuestras respiraciones le llegan con menor
fuerza, y posiblemente nos oiga muy lejanos. En el moisés, por tener cuatro
paredes, podemos estar a su lado, incluso tocando el moisés, pero para él
estaremos muy lejos.
En la cama, sin embargo,
nos puede ver, nos puede oler sin problema, nos puede oír mucho más cerca y
puede notar nuestra cercana presencia. Y si no la notan, pueden mover un brazo
o una pierna para lograr el contacto. Y puede parecer mentira, pero esa
piernita encima de nuestro cuerpo, esa manita que contacta con nuestra piel,
son suficientes para hacerle sentir acompañado.
Las paredes que les
protegen
Pasa algo parecido
cuando es de día y ponemos al niño en una cunita, en un gimnasio o en un parque
y salimos de la habitación para cualquier cosa (que ya sabemos que a veces hay
que hacer la comida, contestar al teléfono, ducharse y cosas así). En cuestión
de minutos, o segundos, el niño empieza a quejarse por estar solo. Tú crees que
se queja por otra cosa, que se habrá hecho caca, que tendrá hambre o lo que
sea, pero no, es cogerlo y dejar de llorar, soltarlo y volver a hacerlo,
cogerlo y de nuevo calmarse.
Tú crees que es absurdo,
que no hay ningún peligro, que está en casa, cobijado por un techo, unas
paredes y protegido por mamá, papá o por ambos, que ahí no hay animales que
puedan atacarle, ni lluvia que pueda mojarle, ni frío que hiele su delicada
piel, ni un suelo lleno de piedras y huecos en los que pueda estar incómodo. No
hay nada de eso y, sin embargo, no acepta estar ahí.
¿Por qué? Pues porque
eso lo sabemos nosotros, papá y mamá, pero ellos no lo saben. Ellos no saben
nada de techos, paredes, lluvias ni piedras. De hecho ni siquiera saben nada de
animales y peligros. Ellos sólo sienten que estando solos no están bien y por
eso piden contacto y cuidados. Ellos sólo saben que si no te ven, si no te
huelen, si no te oyen y si no te sienten, no existes, y quieren que existas.
Necesitan que existas.
Foto | limaoscarjuliet
en Flickr
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