lunes, 19 de mayo de 2014

Un bebé, un libro

01.05.2014 :
Sergio Sinay

Con 18 mil habitantes, enclavada al sudeste de la provincia de Buenos Aires, conocida como la capital nacional del ternero, en Ayacucho nacieron, entre otros, Ricardo Balbín y Mario Clavell (una inolvidable voz de la canción romántica). Ciudad pequeña y amable, de horizontes amplios, claros y profundos, de cielos azules e infinitos, hay allí tres colegios secundarios, un hogar rural en el que se dictan talleres abiertos para todas las edades, una escuela de artes y una biblioteca pública, municipal y popular que se llama Manuel Vilardaga. En esa ciudad ocurre algo extraordinario. Los bebés nacen con un libro bajo el brazo.

No se trata de un milagro, sino de la tarea amorosa y concienzuda de un grupo de mujeres a las que conocí hace unos días y que me hicieron recordar a los entrañables personajes de Fahreinheit 451, la novela del querido Ray Bradbury. Encabezadas por Teresa, su directora, las integrantes del plantel estable de la biblioteca pública tienen una línea directa con el Hospital Dr. Pedro M. Solanet, el único de la ciudad, por la cual son inmediatamente informadas cuando se produce un nacimiento. Y antes de que cante un gallo (o que llore el bebé) se aparecen en el hospital con un libro para el recién nacido. Algunas madres se sorprenden, otras se lo esperan, todas se emocionan. Como retribución suelen extender sus brazos y depositar el bebé en los de las chicas de la Biblioteca para que lo acunen. La consigna es: un bebé, un libro. Maravillosa fórmula para apostar a la vida, a una vida comunicada, con imaginación, con espacio para el arte y las ideas, para la memoria y la inspiración.

Esperar a un bebé con un libro equivale a decirle que vivirá en un mundo que va mucho más allá de lo tangible y lo aparente. Y es darle una herramienta poderosa y fundamental para que empiece a explorarlo. La mamá le da la teta, la biblioteca le da un libro. Dos alimentos esenciales, uno para el cuerpo, el otro para el alma. Una apuesta a un futuro en donde las herramientas que siembran remplacen a las armas que siegan.

Así como miran el futuro, las mujeres de la Biblioteca saben que hay un pasadizo valioso y necesario entre este y el pasado. Entonces, mientras celebran los nacimientos con libros, agradecen al pasado con relatos. Hace poco hicieron revivir el andén de la estación (esa estación que, como tantas en el país, dejó de ser el corazón latiente del pueblo para ser tumba de proyectos y esperanzas por obra y gracia de la ceguera, la mezquindad y el oportunismo de gobernantes mercaderes, a los que un día habrá que echar definitivamente del templo). Rescataron historias y memorias de los andenes, las compilaron, se vistieron de época, convocaron a toda la población y le devolvieron ese material que sólo a ella le pertenece, le devolvieron una parte fundacional de su identidad.


En esa línea crearon un archivo de la palabra (que funciona dentro de la biblioteca y recoge testimonios, relatos e historias a partir de los vocablos). Son varias mujeres y parecen una, como si no fueran más que órganos de un único cuerpo, un cuerpo sano y vigoroso, que apuesta a una larga y fecunda vida. Convertidas en narradoras orales, aprenden y cuentan historias. Convocan a la gente en la plaza, en el estadio, en la biblioteca, en las escuelas. Confían con devoción en la palabra, en el poder del libro y logran transmitir su fe. La biblioteca crece en asociados, en visitas. Es un lugar confiable, un reservorio vivo y necesario. Eso sentí cuando entré en ella y me abrazó una energía vigorosa, reparadora, balsámica.

Entonces pensé en Fahrenheit 451, donde se cuenta la historia de un grupo de personas que, en una sociedad sin libros (y en donde tenerlos es un crimen que se castiga hasta con la muerte, mientras las pantallas de televisión ocupan paredes enteras en los hogares), deciden aprender cada uno de ellas una obra de memoria. Cada persona es un libro. Así los conservarán hasta que cese la tortuosa oscuridad y amanezca otra vez. Cada persona un libro, una fogata en el bosque en el que finalmente se refugian. En cada vida late un título. Los libros han ayudado siempre a vivir, a crear, a resistir cuando fue necesario. Y siempre habrá quien los conserve, los reparta, los comparta, los escriba y los lea. Allí está la Biblioteca de Ayacucho acercando el alimento de los libros a las vidas que nacen. Y no es un milagro.

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