Domingo 07 de febrero de
2010 | Publicado en edición impresa
Oxígeno / Diálogos del
alma
Por Sergio Sinay
Señor
Sinay: Somos el producto de nuestra capacidad de sentir, de nuestro entorno, de
nuestro lugar de nacimiento, de nuestra educación. Somos el producto de algo
que traemos al nacer que nos hace únicos e irrepetibles. En distintas
situaciones me pregunto ¿cómo llegó tal o cual persona a ese momento de
felicidad? Trato de conocer su pasado para poder de alguna forma entender su
felicidad y nunca encuentro algo que la justifique, es decir, no encuentro el
origen de la felicidad. Me considero un hombre muy afortunado que disfruta de
la vida. La felicidad es algo que todos
tenemos que experimentar y procurar que se transforme en una constante. ¿Esto
se puede enseñar? ¿Se puede enseñar a ser feliz?
Matias
Calvo
Decía el pensador y
médico austríaco Victor Frankl que hay una sola cosa que el ojo no puede ver.
No puede verse a sí mismo. Quizás eso ocurra con el origen de la felicidad. Las
únicas personas que no la persiguen desesperadamente ni piensan continuamente
en ella, ni procuran aferrarla como a una presa codiciada para que no se
escape, ni hacen sesudas disertaciones sobre la cuestión, son las personas
felices. No son felices para mostrarse ni para verse como tales. Al igual que
el ojo, que no se ve a sí mismo pero siente la luz que le llega o el agua que
lo refresca, la felicidad no se define a sí misma ni se estudia desde afuera.
Se siente.
Si se pudiera enseñar a
ser feliz, como se pregunta nuestro amigo Matías, ello significaría que la
felicidad es una meta y que existen técnicas para alcanzarla. Pero
habitualmente quienes se lanzan tras ese objetivo suelen terminar abonados a la
insatisfacción, al disgusto, a la infelicidad. Esto resulta así porque la
felicidad surge como consecuencia de una manera de vivir, de relacionarse, de
trabajar, de amar. Es una consecuencia. Quienes honran sus valores con actos,
quienes encuentran en su vida un sentido y lo plasman en acciones, son felices.
En este sentido puede decirse que la felicidad es una huella, y las huellas
nunca anteceden a los pasos del caminante, sino que van quedando como
testimonio de su andar. El gran novelista estadounidense Nathaniel Hawthorne
(1804-1864), autor del clásico La letra escarlata, lo dijo de un modo simple y
bello: "La felicidad es como una mariposa que, cuando se la persigue,
siempre está fuera de nuestro alcance: pero si te paras y te sientas en
silencio, podría posarse encima de ti". Esto remite, a su vez, a un
pensamiento del filósofo chino Confucio (551-479 a.C.), para quien "el
hombre sabio busca lo que desea en su interior; el no sabio, lo busca en los
demás". Buscar la felicidad en el exterior de uno mismo lleva a
confundirla con el placer o la satisfacción. El placer se agota en cuanto se lo
alcanza, y pide cada vez dosis mayores. Confundido con felicidad, deja una estela
de vacío. El placer es un efecto, explicaba Frankl, y su constante persecución
puede considerarse como una búsqueda neurótica (eterna repetición de un
mecanismo que no trasciende de sí mismo ni genera sentido).
En La psicoterapia al
alcance de todos (un pequeño y sustancioso libro que selecciona algunas de las
imperdibles charlas radiofónicas que el creador de la logoterapia dio durante
cinco años en Viena), Frankl señala que el ser humano no busca la felicidad,
sino un motivo para ser feliz. Y este motivo aparece cuando la persona ejerce
su voluntad de sentido, cuando descubre ese sentido en su vida. Frankl hablaba
de realizar el sentido. Lo vinculaba a acciones concretas, actos en los que,
inevitablemente, el otro está presente. El sentido de una vida no se declama,
se plasma en hechos. El sentido es verbo. Decía el filósofo alemán Emanuel Kant
que no se trata de buscar la felicidad, sino de ser digno de ella. Una vez más,
esto es una realización, una cadena de acciones, un modo de estar en el mundo y
desempeñarse en él. Quizás, contra lo que suele decirse, la felicidad no sea un
derecho, algo que se nos deba por el solo hecho de que estamos aquí. Jaume
Soler y Mercé Conangla la describen, en La ecología emocional, como una manera
de viajar y no como un destino, y señalan que depende de cómo vivimos las cosas
antes que de las cosas que vivimos. El modo de vivir y la forma de viajar son
responsabilidad de cada persona. Toda responsabilidad es individual e
intransferible. Y la felicidad no arraiga si no es ahí.
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