lunes, 28 de enero de 2013

Mi hijo llegó cuando me empezaba a separar de su mamá


SOCIEDAD MUNDOS ÍNTIMOS
POR IGNACIO MOLINA ESCRITOR. ENTRE SUS LIBROS FIGURAN “LOS ESTANTES VACÍOS” Y “LOS MODOS DE GANARSE LA VIDA”
26/01/13
Fausto, delantero. El fútbol es uno de los espacios que comparten.
 El hijo le enseñó a comunicarse un poco mejor y a no confundir 
nostalgia con lucidez. / Oliver Kornblihtt







Test de vida y de embarazo. El plan del autor era una etapa sin obligaciones ni compromisos. Pero todo se dio diferente. Después del primer shock y del temor a hacerse cargo de una nueva persona, se dio cuenta de que se podía ser un buen padre sin transformarse en alguien demasiado serio.

 A fines del 2005 yo estaba pasándola mal. A mediados de diciembre había terminado la relación más importante de mi vida y, en el departamento semi desierto y entre los estantes vacíos que había dejado la separación, las horas se me hacían larguísimas. Así, durante la tarde del último día del año, recibí la noticia más inesperada e impactante: el test de embarazo había dado positivo. Durante varios segundos me quedé petrificado, y tuve que hacer un esfuerzo para que no se me cayera el teléfono; después corté, me encerré en el baño y me puse a llorar.


Desde el primer instante tuve la certeza de que eso que había empezado a gestarse de forma accidental hacía alrededor de un mes iba a terminar siendo una persona. No sé por qué –seguro que no por razones ideológicas–, en ningún momento contemplé la posibilidad de interrumpir el embarazo. Por eso, también sabía que esas dos rayitas estaban cambiando mi vida. Y para ese proceso que ya era irreversible no me sentía preparado. Supongo que mi plan, no demasiado concreto ni definido, era empezar una nueva etapa sin obligaciones ni compromisos, con mucho tiempo para escribir o hacer lo que quisiera. Y el vendaval del embarazo venía a hacer volar por los aires ese plan y a llevarme a terrenos desconocidos y llenos de incertidumbre. Y si yo –con un empleo precario y una post-adolescencia estirada hasta los veintinueve años–, apenas podía con mi vida, cómo iba a hacerme cargo de la vida de otra persona.

Si bien siempre me gustaron los nenes, para mí tener uno propio era una cosa impensable. Ser papá era algo de otra galaxia. Los papás eran adultos y responsables, tenían trabajos importantes, usaban tarjetas de crédito, manejaban autos, pensaban en cosas terrenales. Y yo era todo lo contrario a eso. Creo que, si pudiera verme desde afuera, podría darles la razón a los que alguna vez me dijeron que soy una persona un poco extraña. Soy introspectivo y callado, me gusta estar solo y encuentro placer en cosas que, vistas un minuto desde afuera, pueden resultar absurdas.

Pero lo más nocivo es mi incapacidad para transmitir mis pensamientos y emociones, y mis limitaciones para desarrollar y ofrecer todo mi potencial. “Sos como un diamante en bruto”, me dijeron una vez. Lo que yo no imaginaba, esa última tarde del 2005, era que eso que en aquel momento me hacía llorar sería lo que me ayudaría a comenzar a pulir ese diamante.

Esa noche, en la cena de Año Nuevo, no compartí la noticia con nadie. Y a las doce, mientras los fuegos artificiales empezaban a iluminar el cielo, pensé por primera vez en el futuro: levanté la copa y brindé en silencio con la esperanza de que todo saliera bien.

En los días siguientes empezaría una nueva etapa en la relación con mi por entonces ex mujer y futura mamá de mi hijo. Aunque nunca habíamos perdido contacto y, aun antes del test, habíamos empezado a vernos, la noticia del embarazo incentivó el acercamiento. Todas las noches, después del trabajo, yo tomaba un colectivo hasta su nueva casa, y cuando quisimos darnos cuenta estábamos viviendo una suerte de noviazgo. A medida que crecía la panza crecía nuestro idilio, y en mayo decidimos volver a convivir.

El departamento volvió a llenarse de muebles y los estantes de libros, y el cuarto donde yo había mudado mi computadora y mi biblioteca empezó a ser ocupado por el moisés, la cuna y, más tarde, los escarpines y los pañales. En junio se publicó Los estantes vacíos, mi primer libro. Cuando uno de los editores, antes de llevarlo a la imprenta, me preguntó por mail qué ponía en la página de las dedicatorias, yo pensé en mi mujer y también en el nombre que ya habíamos elegido para el bebé. “Y a Fausto Molina”, le escribí. Nuestro hijo todavía no existía, yo no podía imaginar su cuerpo ni su cara, pero la sonoridad de su nombre ya me resultaba familiar.

El embarazo transcurrió sin grandes complicaciones y Fausto nació en la madrugada del primero de septiembre en una clínica de Once. El parto fue muy diferente a lo que había imaginado y a todos los que había visto por televisión. Cuando el bebé salió de la panza llorando a los gritos, con un color indefinido entre violeta y bordó, yo viví una sensación de realidad imposible de explicar. Primero lo dejaron un minuto en el pecho de la mamá y después me lo dieron para que lo llevara a un cuartito calefaccionado donde lo calentarían y vestirían. Los ocho o diez pasos que hice hasta ahí, mirándolo a los ojos y concentrado en no tropezarme, deben haber sido los más largos de mi vida.

De las experiencias comunes y corrientes, la de tener un hijo debe ser la más increíble. Es una experiencia que cambia la visión del mundo y la percepción de las cosas. Los problemas y las preocupaciones individuales y personales siguen estando pero se relativizan y pasan a un segundo plano.

Ser padre disuelve el ego y deja de lado el egoísmo: uno ya no importa tanto y podría dar la vida por evitar un minuto de sufrimiento del otro. Y así como se gana en cierta clase de emociones, también se pierde en otras: el mundo ya no ofrece tantas fantasías ni misterios. El proceso, en ese sentido, es similar al de un nene que un día descubre el detrás de escena y el manejo de los hilos de una obra y que a partir de entonces ya no puede emocionarse tanto con los títeres.

A pesar de las complicaciones prácticas (nadie está muy listo para dormir poco, cambiar pañales, asustarse por cualquier berrinche o pasar toda una mañana sentado con alguien a upa para evitar que llore), durante el primer año todo fue felicidad, tanto en la familia como en la pareja.

Después las cosas se empezaron a complicar y cuando el nene cumplió dos años los estantes de la casa volvieron a vaciarse. Aunque esta vez fui yo el que se fue: primero a la habitación de servicio de la casa de mi mamá y más tarde a compartir un departamento con mi hermana.

Ese año, encima, me había ido pésimo en lo laboral. Había dejado mi empleo precario para entrar como redactor en una revista semanal de la que me habían llamado en busca de “alguien que supiera escribir muy bien”, pero enseguida me di cuenta de que además de escribir muy bien tenía que escribir lo que ellos quisieran. Y como, por motivos éticos e ideológicos, yo no cumplía con ese último requisito, los directivos de la editorial mostraron su verdadero perfil y me echaron a los dos meses. Así, de un momento a otro, yo estaba con un hijo de un año y medio, una pareja que se terminaba y ni un peso en el bolsillo.

En toda esa época, la culpa por ser un mal padre y no darle a mi hijo una familia “normal” no me dejaba en paz. La angustia me desgastaba y por las noches me costaba dormir. Durante más de un año sobreviví como pude, en base a la generosidad de mi familia y a colaboraciones editoriales y periodísticas, y recién cuando Fausto entró al segundo año del jardín de infantes conseguí un trabajo más o menos estable en una editorial. A pesar de todo, nunca dejé de escribir. En esos años escribí cuentos y una novela que se publicarían en los siguientes, y poemas como éste dedicado a mi hijo: Lo que me decís con los ojos el mundo que descubrís las cosas que me mostrás con las puntas de los dedos, todo se va haciendo gigante al pasar por tu mirada.

Si nos reímos o jugamos o dormimos abrazados nos bañamos o comemos, o salimos a pasear abrigados en invierno o corriendo bajo el sol, todos los días todo el tiempo te vas haciendo gigante, me voy haciendo gigante al pasar por tu mirada, los dos anchos como el mundo y el amor que me enseñás.

Además de experimentar un nuevo modo de alegría, estoy convencido de que con Fausto me hice adulto.

No sólo porque en estos años pasé de tener el cuerpo de un veinteañero al de un casi cuarentón y porque en la cara me salieron arrugas y patas de gallo, sino porque aprendí a comunicarme un poco mejor con el mundo, a pensar en el futuro, a caminar con más seguridad y a dejar de confundir nostalgia con lucidez. Un proceso que no siempre es lineal ni visible pero que se va dando de a poco. Con la crianza de mi hijo me expandí y nací a una vida nueva, llena de dificultades y conflictos pero también de felicidad.

El amor a un hijo, tan puro y diferente al amor de pareja –siempre interesado y peligrosamente lindante con el odio y los sentimientos más oscuros–, ilumina el horizonte. Así como, en mi adolescencia, la literatura había llegado a mi vida para evitar que me sumergiera en las sombras –canalizando un caudal de energía que con la carga opuesta podría haber resultado muy negativo–, mi hijo llegó a mis días para llenarlos de luz.

No sé si soy el papá que él merece, pero, dentro de mis limitaciones, cada día trato de hacerlo un poco mejor.

Ahora Fausto tiene seis años y es una persona hermosa, por dentro y por fuera. Es alegre, bueno y divertido. Y aunque a veces todavía le digo “gordito”, como cuando era bebé, ya es un nene flaco y estilizado.

Lo que más le gusta es el fútbol, juega de delantero y es fanático de River, y sus pequeñas dificultades con el lenguaje (que ya va a superar totalmente pero que, de vuelta, me llenan de culpa y angustia), no le impiden ser uno de los más queridos y buscados por sus amiguitos. En diciembre, cuando terminó el jardín y en la ceremonia de fin de año entró como escolta del abanderado, los papás nos emocionamos tanto como la tarde en que nos enteramos de que iba a ser varón o como la madrugada en que nació.

La cena del último Año Nuevo –un par de semanas antes de escribir estas líneas– la pasé solo. Se me habían caído los planes que tenía para la noche y a las once y media me decidí: llamé a la casa de su mamá para ver si podía ir a brindar con ellos.

Y a las doce en punto, en el mismo lugar en que, siete años y unas horas atrás, me había enterado de su futura existencia, mirando a Fausto recordé aquel brindis solitario del 2006 y me dije que pese a todo lo malo –los problemas, los miedos, los daños, el estrés, el dolor, las privaciones, los conflictos– en todo ese tiempo casi nada podría haber salido mejor. Afuera, los fuegos artificiales iluminaban el cielo

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