Mi corazón se conmueve ahora ante muchos recuerdos largo
tiempo
dormidos de mi madre, joven y hermosa (¡y yo tan viejo!).
Charles Dickens, Historia de dos ciudades
Cuando éramos niños,
casi todos hemos escrito una redacción escolar titulada «El día más feliz de mi
vida». En los colegios religiosos, el éxito estaba asegurado si relatabas tu primera
comunión. Otros preferían recordar el regalo más grande y más costoso que les habían
puesto los Reyes, el viaje a un país lejano, la visita al parque de
atracciones...
El pasar de los años
cambia nuestra perspectiva, los objetos se desdibujan y las personas alcanzan
entonces una estatura insospechada. La sonrisa de nuestra madre, el abrazo de
nuestro padre, la mano de un amigo, una palabra de aliento, gratitud o
perdón...
Haga memoria, amigo
lector. ¿Cuáles fueron los días más felices de su infancia?
Manuel explica así uno
de esos recuerdos imborrables: Debía de tener seis o siete años cuando,
corriendo a oscuras por la casa, choqué con una puerta de cristal que siempre
había estado abierta. Quedó hecha añicos a mis pies. Me pegué un susto de
muerte y me hice un pequeño corte en la frente. Pero no notaba ningún dolor; el
miedo al castigo me paralizaba. Mi padre vino corriendo, me sacó de entre los
vidrios rotos, me curó la herida, me miró de arriba abajo. Pero no me riñó. Al
principio temblaba, esperando a cada momento escuchar unos gritos tremendos.
Luego pensé que se había olvidado de reñirme e intenté pasar desapercibido.
Pero al final el asombro y la curiosidad pudieron más y le pregunté aún
lloroso: « ¿No estás enfadado porque he roto la puerta?». «No», contestó, «la
puerta no importa, lo único que me importa es que no te hayas hecho daño».
Ahora comprendo que todos los padres damos más valor a nuestros hijos que a nada en el mundo. Pero raramente se lo decimos a nuestros hijos. Estoy muy agradecido a mi padre por habérmelo dicho.
Ahora comprendo que todos los padres damos más valor a nuestros hijos que a nada en el mundo. Pero raramente se lo decimos a nuestros hijos. Estoy muy agradecido a mi padre por habérmelo dicho.
Uno de los días más
felices que puedo recordar tuvo, en realidad, un mal comienzo. Tuve una
pesadilla espantosa. Nada de monstruos ni hombres del saco; soñé con una ostra.
Una ostra enorme que sacaba a una perla, también enorme, de su concha y no la
dejaba volver a entrar. La pobre perla expulsada me dio una pena enorme. Me desperté
chillando, auténticamente aterrorizada.
Yo debía tener unos
cinco años y dormía en una camita en la habitación de mis padres, que se
despertaron, naturalmente asustados con mis gritos. Mi madre me invitó a dormir
en su cama. Todos mis temores desaparecieron como por arte de magia, me sentía
enormemente feliz y segura. Nunca volví a tener un mal sueño. Supe que siempre
tendría un refugio, que siempre me protegería alguien.
Yo, por mi parte,
recuerdo una tarde, creo que era domingo, cuando tenía unos doce años. Vagaba
aburrido por la casa. Mi madre me atrapó y me dijo: «Ven, siéntate aquí, en mis
rodillas, como cuando eras pequeño.» Imagino que debí morirme de vergüenza,
pero no logro recordar esa vergüenza. Recuerdo, en cambio, que empezó a cantar
muy suavemente: Arrorró, mi niño chico, que viene el coco y se lleva...
Apoyé mi cabeza en su
seno y me invadió una paz infinita. Casi me quedo dormido. Era como volver a
tener dos años.
La mayoría de la gente
no recuerda nada de su primera infancia. Yo sé lo que siente un bebé en brazos
de su madre porque tuve el enorme privilegio de volver a ser un bebé durante
media hora, a los doce años.
Todas estas historias
tienen algo en común. Los días más felices de nuestra infancia son aquellos en
que nuestros padres (o nuestros abuelos, hermanos o amigos) nos hicieron felices.
Incluso cuando nos parece que nos hizo feliz un tren eléctrico, si miramos
mejor siempre hay personas detrás: los padres que nos lo entregaron con una
sonrisa o con un elogio, el hermano con el que compartimos (no siempre de buen
grado) el tren...
Éramos hijos y ahora
somos padres. Han pasado tantos años, pero tan poco tiempo, que a veces nos
sorprendemos con los papeles cambiados. De pronto vemos nuestra propia infancia
y a nuestros propios padres con una nueva luz. Miramos a nuestros hijos y nos
preguntamos qué día, qué frase, qué aventura quedarán grabadas en su memoria
para siempre; qué dolores quedarán clavados en su alma y qué alegrías guardará
como un tesoro.
Los días más felices de
su hijo están por venir. Dependen de usted.
Fuente: Libro Bésame Mucho cómo criar a tus hijos con amor de Carlos González
Epílogo: páginas, 128 y 129
Epílogo: páginas, 128 y 129
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