Publicado 28 de octubre
de 2013 por Ibone Olza
Entre las tres y las
cuatro de la madrugada, cuando la noche es más oscura y todavía no se intuye el
amanecer, es cuando se producen la mayoría de los nacimientos. Así se comprobó
en un estudio que analizó la hora del nacimiento en más de medio millón (601222
para ser exactos) de partos espontáneos en el Reino Unido a principios de los
años sesenta. La hora en que más niños y niñas nacieron fue entre las tres y
las cuatro de la madrugada, una hora en que lo natural es que la mujer se encuentre en un ambiente tranquilo y
protegido y en un estado emocional sosegado y adormecido, concluyeron los
autores del estudio (1). Claro que eran otros tiempos, antes de que las prisas
y el miedo dominaran los partos y gobernaran los paritorios. En la actualidad
son poquísimos los bebés que van a poder beneficiarse de un parto espontáneo y
respetado. Cada vez se extrae antes del útero a los bebés. Bajo argumentos
variopintos se inducen partos y programan cesáreas sin urgencia médica la
mayoría de las veces, desde la disparatada idea de que “total, el bebé ya está
formado, mejor lo sacamos ahora que ya no tiene nada que hacer ahí”. Se decide
la fecha del parto en función de agendas totalmente ajenas a las necesidades
del bebé. El recién nacido llega al mundo con un mensaje de recibimiento: “no
hay tiempo que perder”.
Craso error, el parto lo
inicia el bebé cuando está listo para nacer y lo que más cambia en los últimos
días del embarazo es precisamente su cerebro (¡y el de su madre que se va
preparando para la más intensa experiencia amorosa!). La madurez cerebral y
neurológica de los recién nacidos a término en partos espontáneos es bastante
mayor que la de los extraídos dos o tres semanas antes… Pero este ejemplo
ilustra muy bien como la prisa y la impaciencia se han impuesto en nuestras
vidas incluso antes de nacer, y lo difícil por no decir imposible que resulta
ya respetar los ritmos de nuestra naturaleza en toda la crianza. Gloria Lemay,
matrona canadiense, lo explica muy bien cuando dice: “Atender partos es como
cultivar rosas. Tienes que maravillarte
ante las que se acaban de abrir y florecen con el primer beso del sol pero
nunca intentarías tirar de los pétalos de los capullos cerrados para forzarles
a florecer cuando a ti te conviene”. Tal vez esa imagen del destrozo que sería intentar
abrir a la fuerza un capullo de rosa nos pueda ayudar a entender porque son tan
perjudiciales las prisas, no sólo en los partos sino en todo el desarrollo de
nuestras criaturas.
Si el embarazo y el
parto están gobernados por el calendario y el reloj, respectivamente, los meses
que siguen al nacimiento suelen estar a su vez dirigidos por otro artilugio: la
báscula. Los gramos que gane el bebé en las primeras semanas y meses suelen
servir para poner la nota como si de un examen se tratara: cuanto más peso y
más rápido lo gane el bebé mejor. Paradójico mandato en un mundo donde la
obesidad infantil hace tiempo que se convirtió en un grave aunque silencioso
problema de salud. Con el reloj y la báscula en la mano es fácil que muchas
lactancias se vayan al traste en las primeras semanas de vida. Mientras tanto
una legión de anuncios dirigidos a las nuevas madres y padres promocionan todo
tipo de cacharros y productos para el recién nacido o el pequeño que empieza a
caminar. Visto desde fuera parecería imposible criar sin tener que comprar y
acumular trastos hasta el infinito.
Trabajo donde las madres
lloran. A veces vienen con sus hijos, otras todavía los llevan en sus vientres.
Se sientan frente a mí en la consulta de psiquiatría infantil, comienzan a
contarme todo lo que les preocupa y con frecuencia las lágrimas brotan solas.
Al notar la humedad rebosando sus ojos y deslizándose por sus mejillas muchas
me piden perdón, como si echarse a llorar fuera una falta de educación. Y a
menudo los niños o niñas que mientras tanto jugaban con el tren, la plastilina
o la casita de muñecas que tengo en la consulta dejan el juego y se acercan a
su madre para acariciarle de una u otra manera. Las madres sonríen mientras
intentan disimular su llanto y los niños vuelven a jugar tranquilamente. La
secuencia a menudo pasa desapercibida para los adultos presentes en la
consulta.
Las madres y en
ocasiones también los padres lloran porque sienten que no lo están haciendo
bien. El problema es que a menudo se esfuerzan demasiado. Trabajan demasiadas
horas para llegar a casa demasiado cansadas y así con frecuencia están deseando
que el tiempo vuele. Que ganas tengo de que llegue el parto y pase todo, que
transcurra todo muy rápido, cuanto antes.
Que los hijos crezcan, que empiecen la guardería o el colegio o la
universidad. Que sean ya mayores, que vayan al baño solos o duerman toda la
noche de un tirón. Para poder descansar de tantísimo esfuerzo. Yo les escucho
con tiempo mientras busco las palabras adecuadas para explicarles porque es
importante frenar, detenerse, parar. Palabras que ya no se usan apenas para
hablar de crianza y que sin embargo deberíamos recuperar.
John Bowlby, psiquiatra
infantil que formuló con brillantez la teoría del apego, ya lo adelantó en 1951“Consideramos esencial para la salud
mental, que el bebé y el niño pequeño experimenten una relación cálida, íntima
y continuada con la madre (o sustituto materno permanente), en la que ambos
hallen satisfacción y goce”. Lo de
esencial, aclaró él mismo, es para la supervivencia de la especie
humana, nada más y nada menos.
Placer, complacer.
Satisfacción y goce mutuos. Deleite, desparrame, disfrute. Deleitar: causar placer en los sentidos o en
el ánimo. Agradar, gustar, recrear, gozar. Deleite: placer sensual o
espiritual. Complacer: proporcionar a alguien gusto o alegría. Tener o
encontrar gusto, placer o satisfacción en alguna cosa. Con placer, con mucho
placer, sólo así es posible criar dulcemente.
Contemplar, con quietud.
Respirar hondo y confiar. Saber que el parto llegará y que como decía
Koosterman en 1922: Una mujer sana que da a luz espontáneamente realiza una
labor que no puede ser mejorada. Recibir
al bebé con la piel, y contemplar como espontáneamente repta y avanza hasta el
pecho para iniciar la lactancia, pero antes o después se detiene para mirar a
los ojos de su madre con calma. Criar saboreando, con parsimonia, a la antigua,
como quien prepara mermeladas o asa pimientos una tarde de septiembre. Darse el
tiempo no escrito para atrapar el olor a leche materna cuajada que queda en su
ropita o en la nuestra. La primera sonrisa y la suavidad de las pequeñas
manitas casi redondas. Alargar las horas como si fuesen días y los días como si
fuesen semanas. Intentar grabar en la retina esta mirada redonda tan pura.
Contemplar a los hijos dormidos al amanecer, sentir como sube y baja su pecho
con cada exhalación. Estar y permanecer, confiar. Escuchar las historias
familiares, contárselas a los más pequeños, recuperar la transmisión oral de
nuestras vidas y las de nuestros antepasados. Hablarles de sus bisabuelos, de
nuestra infancia, del mundo que ya no existe pero sigue en nuestra memoria.
Pasar largas tardes sin
hacer nada más que vaguear mientras los hijos corretean o juegan, inventan y
exploran. Comer con ellos, desayunar con ellos, dormir con ellos, estar.
Privilegios gratuitos que parece que muy pocos sin embargo se pueden permitir.
Con las prisas y el estrés la crianza se convierte definitivamente en una
enorme carrera de obstáculos. Las guarderías no se publicitan anunciando
actividades placenteras para los más pequeños tales como salir al parque, ver
insectos o ayudar a cocinar a un adulto. En vez de eso ofrecen clases de inglés
y supuestos programas de estimulación cognitiva que se supone aseguran un
futuro triunfal. Estresados desde tan temprana edad la única manera que tienen
algunos pequeños de que se les permita no hacer nada en toda la mañana es
enfermar.
Y sin embargo la crianza
poco tiene que ver con la producción industrial en la que se encuentra
sumergida, si no todo lo contrario, es una obra de la más delicada artesanía.
Despacio se van construyendo los vínculos más sólidos y duraderos, esos que dan
como fruto adultos seguros de sí mismos y con enorme capacidad de amar. Las
madres y los padres tendríamos que detenernos mucho más a menudo a mirar a
nuestro alrededor y preguntarnos realmente cuanto de lo que hacemos a diario es
realmente imprescindible, qué contribuye a nuestro bienestar íntimo, y qué supone un estrés innecesario y enfermizo.
Conforme nos atrevemos a desprendernos de las prisas y dejamos de huir sentimos
como todo era en realidad mucho más fácil, más sencillo e infinitamente más
bonito de lo que intuimos. Criar despacio es simplemente permitirse vivir
respirando hondo, contemplando el milagro de la vida en nuestras criaturas que
sin estrés florecen mucho más robustamente de lo que pensamos.
(1) Citado por Adrian
MacFarlane en Psicología del Nacimiento.
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