Hemos pasado la infancia practicando con nuestras muñecas a mecer a los bebés, calmarlos, vestirlos, desvestirlos, retarlos y dormirlos. Sin embargo, cuando el bebé real irrumpe en nuestra vida adulta, nos sorprendemos al constatar que hay pocos puntos en común entre el bebé soñado y ese monstruito que llora en los momentos menos oportunos. Y que no es verdad que los bebés sólo comen y duermen, sino que hemos quedado prisioneras de un ser voraz, necesitado al extremo, malhumorado y demandante.
Posiblemente la sorpresa tenga que ver con el
desconocimiento con el que las mujeres llegamos a la maternidad respecto al
fenómeno de la “fusión emocional”. Para
abordarlo, es menester darnos cuenta que la realidad no sólo está constituida
por elementos visibles, concretos y palpables. Sino que también existen los
mundos sutiles, los campos emocionales, perceptivos, intuitivos o espirituales.
Aunque invisibles, suelen manejar los hilos de nuestra vida consciente.
En el caso de la díada mamá-bebé, es conveniente
enterarse que ambos pertenecemos al mismo territorio emocional -como dos gotas
dentro del océano- y que esta unión sin límites precisos perdurará en el
tiempo, aunque nuestros cuerpos hayan sido separados a partir del parto y
nacimiento de la cría.
“Fusión emocional” entre mamá y bebé, significa que sentimos
lo mismo, percibimos lo mismo, independientemente de “dónde se origine” la
sensación, ni si el sentimiento pertenece al presente, pasado o futuro, ya que
en el mundo emocional no importan ese tipo de
fronteras. De hecho, las mamás “sentimos como un bebé” cuando no
toleramos un sonido demasiado fuerte, cuando nos angustiamos si hay demasiada
gente alrededor o cuando nuestros pechos se llenan segundos antes de que el bebé
se despierte. Del mismo modo, el bebé “siente como su mamá” cuando expresa a
través del llanto o de diversas enfermedades, un sinnúmero de situaciones
emocionales tales como: angustia por sentirnos exigidas por el varón,
dificultades económicas, obligaciones que no podemos cumplir, la ausencia o lejanía de la propia madre, o
pérdidas afectivas, por ejemplo.
Pero lo más impactante es darnos cuenta que dentro de
la “fusión emocional” el niño vive como propias las experiencias de nuestra
propia infancia que se actualizan y plasman en su cuerpo. Sobre todo aquellas
vivencias que ya “no recordamos”, que han pasado “a la sombra”. Pues bien, la
verdadera dificultad del devenir madre, no tiene que ver con ocuparse correctamente
del bebé, sino con el dolor que supone confrontar ahora con las penas que no
hemos podido asumir cuando éramos niñas. Devenir adultas de verdad, es darnos
cuenta que hoy en día contamos con mayores recursos emocionales para hacernos
cargo de nuestra historia y de las elecciones que hemos llevado a cabo.
Concretamente, las madres podemos hacer la prueba -cuando
no logramos calmar al bebé ofreciéndole
el pecho, ni meciéndolo, ni hablándole ni sacándolo a pasear- recordando alguna situación dolorosa o no
resuelta de nuestra infancia, relativa al vínculo con nuestros padres. Si hemos
podido traer a la conciencia alguna vivencia significativa, entonces intentemos
relatarle al niño con palabras sencillas aquel dolor, aquel sufrimiento o rabia
o vergüenza que aún vibra en nuestro interior. O bien, expliquémosle al niño la
dificultad o el desacuerdo que tenemos actualmente con nuestra pareja, o la
preocupación por la falta de trabajo, o el hartazgo por los malos entendidos
con la vecina, o incluso la angustia sorda por esa amiga que emigró. Constataremos
que el niño, que dentro de la “fusión emocional” vive como propias todas
nuestras sensaciones -incluso las que no reconocemos como tales- se calmará.
Porque sabrá de qué se trata.
Pero mucho más valioso aún resulta darnos cuenta qué
importancia puede tener para cada una de nosotras reconocer ciertos
sentimientos que hemos descartado por considerarlos antiguos, obsoletos o poco valiosos. De este modo, con la ayuda de
nuestros hijos -que son espejos del alma materna- podremos reconocernos tal
cual somos, y colocar en un lugar superlativo las cuentas que tenemos
pendientes con nosotras mismas. Nuestros bebés lloran nuestras penas, vomitan
nuestros hartazgos, se brotan de nuestras intoxicaciones emocionales y se
enferman de nuestras incapacidades de mirarnos con honestidad.
Esto no significa que tenemos que tener nuestra vida
resuelta, ni que seamos “culpables” de lo que les acontece a los niños. Al
contrario. Es una oportunidad que las mujeres adquirimos a través del acto de
maternar, para conectarnos con nuestro riquísimo mundo emocional, comprendernos
y respetarnos. La expresión que el niño asume de nuestros deseos y fantasías
relegadas, nos obliga a hacernos preguntas existenciales, íntimas, genuinas y
profundamente femeninas.
En definitiva, no devenimos madres necesariamente
cuando parimos al niño, sino en el transcurso de algún instante de
desesperación, locura y soledad en medio de la noche con nuestro hijo en brazos.
Cuando la lógica y la razón no nos sirven, cuando nos sentimos transportadas a
un tiempo sin tiempo, cuando el cansancio es infinito y sólo nos resta
entregarnos a ese niño que expresa nuestro yo profundo y no logramos acallar,
entonces nuestra madre interior ha nacido.
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