Vamos a considerar el
puerperio como el período transitado entre el nacimiento del bebé y los dos
primeros años, aunque emocionalmente haya una progresión evidente entre el caos
de los primeros días -en medio de un llanto desesperado- y la capacidad de
salir al mundo con un bebé a cuestas.
Para intentar
sumergirnos en los vericuetos energéticos, emocionales y psicológicos del
puerperio, creo necesario reconsiderar
la duración real de este tránsito.
Me refiero al hecho que los famosos 40 días estipulados -ya no sabemos
por quién ni para quién- tienen que ver
sólo con una histórica veda moral para
salvar a la parturienta del reclamo sexual del varón. Pero ese tiempo
cronológico no significa psicológicamente un comienzo ni un final de nada.
Mi intención –por la
falta de un pensamiento genuino sobre el “sí mismo femenino” en la situación de
parto, lactancia, crianza y maternaje en general- es desarrollar una reflexión
sobre el puerperio basándonos en situaciones que a veces no son ni tan físicas,
ni tan visibles, ni tan concretas, pero no por eso son menos reales. Vamos a
hablar en definitiva de lo invisible, del submundo femenino, de lo oculto. De
lo que está más allá de nuestro control, más allá de la razón para la mente
lógica. Intentaremos acercarnos a la esencia del lugar donde no hay fronteras,
donde comienza el terreno de lo místico, del misterio, de la inspiración y la
superación del ego. Para hablar del puerperio, tendremos que inventar palabras,
u otorgarles un significado trascendental.
Para quienes ya lo hemos
transitado hace tiempo, nos da pereza volver a recordar ese sitio tan
desprestigiado, con reminiscencias a tristeza, ahogo y desencanto. Recordar el puerperio equivale frecuentemente
a reordenar las imágenes de un período confuso y sufriente, que engloba las ilusiones, el parto tal como fue y no
como una hubiera querido que sea, dolores y soledades, angustias y
desesperanzas, el fin de la inocencia y el inicio de algo que duele traer otra
vez a la conciencia.
Para comenzar a armar el
rompecabezas del puerperio, es indispensable tener en cuenta que el punto de
partida es “el parto”, es decir, la primer gran “desestructuración
emocional”. Como lo he descrito en el
libro “La Maternidad y el encuentro con la propia sombra”, para que se produzca
el parto necesitamos que el cuerpo físico de la madre se abra para dejar pasar
el cuerpo del bebé permitiendo un cierto “rompimiento”. Este “rompimiento”
corporal también se realiza en un plano más sutil, que corresponde a nuestra
estructura emocional. Hay un “algo” que se quiebra, o que se “desestructura”
para lograr el pasaje de “ser uno a ser dos”.
Es una pena que la
mayoría de los partos los atravesemos con muy poca conciencia con respecto a
este “rompimiento físico y emocional”. Ya que el parto es sobre todo un corte,
un quiebre, una grieta, una apertura forzada, igual que la irrupción de un
volcán que gime desde las entrañas y que al despedir sus partes profundas
destruye necesariamente la aparente solidez, creando una estructura renovada.
Después de la “irrupción
del volcán” (el parto) las mujeres nos encontramos con el tesoro escondido (un
hijo en brazos) y además con insólitas piedras que se desprenden como bolas de
fuego (nuestros “pedacitos emocionales”, o nuestras partes desconocidas) rodando hacia el infinito, ardiendo en fuego
y temiendo destruir todo lo que rozamos. Los “pedacitos emocionales” van
quemando lo que encuentran a su paso. Miramos azoradas sin poder creer la
potencia de todo lo que vibra en nuestro interior. Incendiando y cayendo al
precipicio, suelen manifestarse en el
cuerpo del bebé (como una llanura de pasto húmedo abierta y receptora). Son
nuestras emociones ocultas que despliegan sus alas en el cuerpo del bebé
rozagante y disponible.
Como un verdadero
volcán, nuestro fuego rueda por los valles receptores. Es la sombra, expulsada
del cuerpo.
Atravesar un parto es
prepararse para la erupción del volcán interno, y esa experiencia es tan
avasallante que requiere de mucha preparación emocional, apoyo, acompañamiento,
amor, comprensión y coraje por parte de la mujer y de quienes pretenden
asistirla.
Sin embargo pocas veces
las mujeres encontramos el acompañamiento necesario para introducirnos luego en
esa herida sangrante, aprovechando este momento como punto de partida para
conocer nuestra renovada estructura emocional (generalmente bastante maltrecha,
por cierto) y decidir qué haremos con ella.
El hecho es que -con
conciencia o sin ella, despiertas o dormidas, bien acompañadas o solas,
incineradas o a salvo- el nacimiento se
produce.
Lamentablemente hoy en
día consideramos el parto y el post-parto como una situación puramente corporal
y del dominio médico. Nos sometemos a un trámite que con cierta manipulación,
anestesia para que la parturienta no sea un obstáculo, drogas que permiten decidir cuándo y cómo
programar la operación, y un equipo de profesionales que trabajen coordinados,
puedan sacar al bebé corporalmente sano y felicitarse por el triunfo de la
ciencia. Esta modalidad está tan arraigada en nuestra sociedad que las mujeres
ni siquiera nos cuestionamos si fuimos actrices de nuestro parto o meras
espectadoras. Si fue un acto íntimo, vivido desde la más profunda animalidad, o
si cumplimos con lo que se esperaba de nosotras. Si pudimos transpirar al calor
de nuestras llamas o si fuimos retiradas de la escena personal antes de tiempo.
En la medida que
atravesemos situaciones esenciales de rompimiento espiritual sin conciencia,
anestesiadas, dormidas, infantilizadas y asustadas... quedaremos sin
herramientas emocionales para rearmar nuestros “pedacitos en llamas”,
permitiendo que el parto sea un verdadero pasaje del alma. Frecuentemente, así
iniciamos el puerperio: alejadas de nosotras mismas.
Anteriormente
describíamos la metáfora del volcán en llamas, abriendo y resquebrajando su
cuerpo, dejando al descubierto la lava y las piedras. Análogamente, del vientre
materno, surge el bebé real, y también el interior desconocido de esa mamá, que
aprovecha el rompimiento para colarse por las grietas que quedaron abiertas.
Esos aspectos ocultos encuentran una oportunidad para salir del refugio. La sombra
(es decir, cualquier aspecto vital que cada mujer no reconoce como propio, a
causa del dolor, el desconocimiento o el temor) utiliza el quiebre para salir
de su escondite y presentarse triunfante en la superficie.
El problema para la mamá
reciente es que se encuentra simultáneamente con el bebé real que llora,
demanda, mama, se queja y no duerme... y al mismo tiempo con su propia sombra
(desconocida por definición), inabarcable e indefinible.
Pero concretamente ¿con
qué aspectos de su sombra se encuentra? Cada ser humano tiene su personalísima
historia y obstáculos a recorrer, por lo tanto sólo un trabajo profundo de
introspección, búsqueda personal, encuentro con dolores antiguos y coraje,
podrá guiarnos hacia el interior de esa mujer que sufre a través del niño que
llora.
El puerperio es una
apertura del alma. Un abismo. Una iniciación. Si estamos dispuestas a
sumergirnos en las aguas de nuestro yo desconocido.
Laura Gutman
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