[...] le causa un súbito terror, como
el que uno imagina
que golpea el corazón de un niño
perdido.
Charles
Dickens, Historia de dos ciudades
La inmediatez es una de las
características del llanto infantil que asombra y molesta a algunas personas.
«Es que es dejarlo en la cuna y se pone a llorar como si le matasen.»
Susan
consolando a los niños
Óleo sobre tela
año 1881
Mary
Cassatt (1844-1926)
Museo de Bellas
Artes de Houston, EEUU
Para algunos expertos en
educación, ésta es una desagradable faceta del carácter infantil, y el objetivo
ha de ser vencer su «egoísmo» y su «obstinación», enseñarles a retrasar la
satisfacción de sus deseos. ¿Por qué no puede tener un poco más de paciencia, por
qué no puede esperar un poco más? Podríamos comprender que, un cuarto de hora después
de irse su madre, empezasen a ponerse un poco intranquilos; que a la media hora
lloriqueasen, que a las dos horas llorasen con todas sus fuerzas. Eso parecería
lógico y razonable. Eso es lo que hacemos los adultos, lo que hacen los niños
mayores cuando les hemos «enseñado» a ser pacientes, ¿verdad? Pero, en vez de
eso, nuestros hijos pequeños se ponen a llorar con todas sus fuerzas en cuanto
se separan de su madre; lloran aún más fuerte (¡lo que parecía imposible!) a
los cinco minutos, y sólo dejan de llorar por agotamiento. ¡No parece lógico!
Pero sí que lo es. Ponerse
a llorar de manera inmediata es la conducta «lógica», la conducta adaptativa,
la conducta que la selección natural ha favorecido durante millones de años,
porque facilita la supervivencia del individuo. En aquella tribu de hace
100.000 años, si un bebé separado de su madre lloraba de forma inmediata y a
pleno pulmón, su madre probablemente volvía en seguida a cogerlo. Porque esa
madre no tenía cultura, ni religión, ni conocía los conceptos de «bien»,
«caridad», «deber» o «justicia»; no cuidaba a su hijo porque pensaba que ésa
era su obligación, ni porque temía a la cárcel o al infierno.
Simplemente, el llanto del
niño desencadenaba en ella un impulso fuerte, irresistible, de acudir y
acallarlo. Pero si un bebé se quedaba callado durante quince minutos y luego lloriqueaba
débilmente, y sólo gritaba a pleno pulmón al cabo de dos horas, para entonces su
madre podía estar ya demasiado lejos y no oírlo. Ese grito tardío ya no tenía ninguna
utilidad para su supervivencia, sino que más bien contribuía a acelerar su fin.
Porque entonces como ahora, el grito de angustia de una cría abandonada era
música para los oídos de las hienas.
Y, si reflexionamos un
poco, veremos que esa conducta que nos parece «lógica» y «racional» ante la
separación de la persona amada, esperar un tiempo y enfadarnos «poco apoco»,
sólo la mostramos los adultos cuando esperamos confiadamente el regreso del ausente.
Imagine que su hija de quince años está en el instituto. Durante el horario
escolar, usted no se preocupa lo más mínimo por esa separación porque sabe
perfectamente dónde está y cuándo volverá (¿sabe su hijo de dos años dónde está
y cuándo volverá usted?
¡Aunque se lo expliquen, no
puede comprenderlo!). Si pasan treinta minutos de la hora en que suele volver a
casa, le será fácil descartar sus primeros temores («se retrasa el autobús...,
estará hablando con los amigos..., habrá ido a comprar un bolígrafo...»). Si
tarda más de una hora, empieza usted a enfadarse («estos chicos, parece mentira,
son unos irresponsables, al menos podría haber llamado, para eso le compré el
móvil»). Si tarda dos o tres horas, empezará usted a llamar a sus amigas para
ver si está en casa de alguien. Si a las cinco horas no hay noticias, estará
usted llorando y llamando a los hospitales, por si la han atropellado. Antes de
doce horas llorará usted todavía más y acudirá a la policía, donde le explicarán
que muchos adolescentes escapan por cualquier tontería, pero que casi todos vuelven
antes de tres días. Durante tres días se aferrará usted a esa esperanza. Pero
cada vez llorará más, y al cabo de una semana será la viva imagen de la
desesperación.
Pero imagine ahora que
tiene una fuerte discusión con su hija de quince años en la que salen a relucir
amargos reproches y graves insultos, y finalmente ella mete unas ropas en una
mochila y le grita: «Te odio, os odio, estoy harta de esta familia, me voy para
siempre, no quiero volverte a ver en la vida», y se va dando un portazo.
¿Cuántas horas esperará usted, alegre y despreocupada, antes de empezar a
llorar? ¿No empezará a llorar antes incluso de que ella salga de casa, no la
seguirá por la escalera, no correrá tras ella por la calle, no intentará
agarrarla sin temor a dar un espectáculo delante de todos los vecinos, no se
arrodillará ante ella y le suplicará, no se detendrá sólo cuando el agotamiento
le impida seguir corriendo? ¿Le parece que comportarse así sería «infantil» o
«egoísta» por su parte? ¿Cree que oiría a los vecinos comentar: «Fíjate qué
madre más mal educada, no hace ni cinco minutos que se ha ido su hija y ya está
llorando como una histérica. Seguro que lo hace para llamar la atención.»? Sí,
es fácil ser paciente cuando está convencido de que la persona amada volverá. Pero
no se mostrará tan paciente cuando tenga dudas al respecto. Y cuando tenga la absoluta
certeza de que la persona amada no piensa volver, desde luego no será nada paciente.
No necesita esperar quince
años para vivir una escena así. Su hija ya se comporta así ahora, cada vez que
usted se va. Porque todavía es demasiado pequeña para saber si usted va a
volver o no, o cuándo va a volver, o si va a estar cerca o lejos mientras
tanto. Y, por si acaso, su conducta automática, instintiva, la que ha heredado
de sus antepasados a lo largo de miles de años, será ponerse siempre en lo peor.
Cada vez que se separe de usted, su hija llorará como si se hubiera ido para
siempre (¿y qué decir de las madres que intentan «tranquilizar» a sus hijos con
frases del tipo «si eres malo, mamá se va»; «si te portas mal, no te querré»?).
Dentro de tres, cuatro,
cinco años, a medida que vaya comprendiendo que su madre volverá, su hija podrá
esperar cada vez más tranquila y cada vez más tiempo. Pero no será porque es
«menos egoísta» ni «más comprensiva», ni mucho menos porque usted, siguiendo
los consejos de algún libro, la ha «enseñado a posponer la satisfacción de sus caprichos».
Los recién nacidos
necesitan contacto físico; se ha comprobado experimentalmente que, durante la
primera hora después del parto, los que están en una cuna lloran diez veces más
que los que están en brazos de su madre.
Al cabo de unos meses, es
probable que se conformen con el contacto visual. Su hijo estará contento, al
menos durante un rato, si puede verla y si usted le sonríe y le dice cositas de
vez, en cuando. Hace 100.000 años, los niños de meses probablemente no se separaban
nunca de su madre, pues eso significaba quedarse tirados en el suelo, desnudos.
Ahora están bien
abrigaditos en un lugar blandito, y aunque su instinto les sigue diciendo que
estarían mejor en brazos, son tan comprensivos y tienen tantas ganas de
hacernos felices que la mayoría se resigna a pasar un par de minutos en una
sillita. Pero, tan pronto como usted desaparezca de su campo visual, su hijo se
pondrá a llorar «como si le matasen». ¡Cuántas veces he oído a una madre esta
frase! Porque, efectivamente, la muerte fue, durante miles de años, el destino
de los bebés cuyo llanto no obtenía respuesta.
Por supuesto, el ambiente
en que se crían nuestros hijos es muy distinto de aquel en que evolucionó
nuestra especie. Cuando deja usted a su hijo en su cuna, usted sabe que no va a
pasar frío ni calor, que el techo le protege de la lluvia y las paredes del
viento, que no lo devorarán los lobos ni las ratas, ni le picarán las hormigas;
sabe que usted estará a sólo unos metros, en la habitación contigua, y que
acudirá rápidamente al menor problema.
Pero su hijo no lo sabe. No
puede saberlo. Reaccionará exactamente como hubiera reaccionado en la misma
situación un bebé del paleolítico. Su llanto no responde a un peligro real,
sino a una situación, la separación, que durante milenios ha significado invariablemente
peligro.
A medida que crezca, su
hijo irá aprendiendo a distinguir en qué casos la separación con lleva un
peligro real y en qué casos no tiene importancia. Podrá quedarse tranquilamente
en casa mientras usted va a comprar, pero romperá a llorar si se encuentra perdido
en el supermercado y cree que usted ha vuelto a casa sin él...
El llanto de nada serviría
si la madre no estuviera también genéticamente preparada para responder a él.
El llanto de un niño es uno de los sonidos que provocan una reacción más
intensa en un adulto humano. La madre, el padre e incluso los extraños se
sienten conmovidos, preocupados, angustiados; sienten el inmediato deseo de
hacer algo para que el llanto pare. Darle el pecho, pasearlo, cambiarle el
pañal, cogerlo en brazos, ponerle ropa, quitarle ropa; lo que sea, pero que
calle. Si el llanto es especialmente intenso y continuo, acudirán a urgencias
(y muchas veces con buenos motivos).
Cuando nos es imposible
acallar un llanto, nuestra propia impotencia puede convertirse en irritación.
Es lo que ocurre cuando se oye un llanto en un piso vecino: las convenciones
sociales nos impiden intervenir, y por eso nos resulta particularmente molesto
(«Pero, ¿en qué están pensando esos padres? ¿Es que no van a hacer nada?» «¡Ese
niño es un malcriado, los nuestros nunca han llorado así!»). Muchos vecinos
critican a sus espaldas, o incluso increpan directamente, a las madres cuyos
hijos lloran «demasiado», y algunos llegan a llamar a la puerta para protestar.
Más de una vez me ha dicho alguna madre: «Me dijo el doctor que le dejase
llorar porque me está tomando el pelo; pero no puedo dejarle llorar porque los
vecinos se quejan.» A igual intensidad sonora, un niño que llora en el edificio
nos resulta más molesto que un obrero dando martillazos o un adolescente
escuchando rock duro.
Cuando las absurdas normas
de algunos expertos impiden a los padres responder al llanto en la forma más
eficaz (tomando al bebé en brazos, meciéndolo, cantándole, dándole el
pecho...), ¿qué salida queda? Puedes dejarle llorar e intentar ver la tele,
hacer la comida, leer un libro o conversar con tu pareja, mientras oyes el
llanto agudo, continuo, desgarrador, de tu propio hijo, un llanto que traspasa
los tabiques «de papel» de las casas modernas y que puede prolongarse durante
cinco, diez, treinta, noventa minutos. ¿Y cuándo empieza a hacer ruidos
angustiosos, como si estuviera vomitando o ahogándose? ¿Y cuándo deja de llorar
tan súbitamente que, lejos de ser un alivio, te lo imaginas sin respirar,
poniéndose blanco y luego azul? ¿Están los padres autorizados a correr entonces
a su lado, o eso sería «recompensarle por su berrinche» y también se lo han
prohibido?
La otra opción es intentar
calmarlo, pero sin cogerlo, cantarle, mecerlo o darle el pecho. ¿Por qué no
también con una mano atada a la espalda, para hacerlo más difícil? ¿O poner la
radio, rezar, ofrecerle dinero? Un experto, el Dr. Estivill, propone decirle
(desde una distancia superior a un metro, para que no pueda tocarte) lo
siguiente:
«Amor mío, mamá
y papá te quieren mucho y te están enseñando a dormir.
Tú duermes aquí
con Pepito, el póster, los chupetes... Así que hasta mañana.»
Palabras de consuelo y amor
verdadero que sin duda infundirán calma y sosiego en el alma de cualquier niño,
sea cual sea la causa de su llanto, ¡a partir de los seis meses! (Pepito, por
supuesto, es un muñeco; no piensen ni por un momento que un ser humano le hace
compañía). Aunque tal vez ni el mismo autor confíe mucho en la eficacia
calmante de esas palabras, pues advierte a los padres que, una vez
pronunciadas, se vuelvan a marchar, aunque el niño siga llorando o gritando
(¡el muy desagradecido!).
En nuestro país, como en
muchos otros, los malos tratos son un problema cada vez mayor. Decenas de niños
mueren cada año a manos de sus propios padres, y muchos más sufren hematomas,
fracturas, quemaduras... La pobreza, el alcohol y otras drogas, el paro y la
marginación se cuentan sin duda entre las causas profundas de los malos tratos.
Pero también hace falta un desencadenante. ¿Por qué a este niño le han pegado
hoy y no le pegaron ayer? El llanto es un desencadenante frecuente. «Lloraba y
lloraba, hasta que no lo pude soportar más.» ¿Qué pueden hacer los padres
cuando todo lo que sirve para calmar el llanto del niño (pecho, brazos,
canciones, mimos) está prohibido?
Fuente: Libro Bésame Mucho cómo
criar a tus hijos con amor de Carlos González
Capítulo Porqué lloran en
cuanto dejas la habitación páginas 27, 28, 29, 30
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