Sábado 02 de febrero de 2013 | Publicado en
edición impresa
Testimonio
Por Jorge Fernández Díaz
| LA NACION
Después de treinta y
tres días de coma y desintegración física, mi padre tuvo la precaución de
morirse. Aturdido por una tristeza demoledora, fui llevado por enfermeros a
reconocerlo. Estaba destrozado, sobre la camilla última, y cuando lo vi me
imaginé a mí mismo dormido para siempre, y a mi hijo parado donde yo estaba
contemplándome con dolor. Fue durante ese preciso instante, dentro de ese
fogonazo de lucidez (yo soy el próximo, pensé), en que decidí cambiar mi vida.
La sensación de finitud, tantas veces racionalizada, me bajó por fin al cuerpo,
y recontratar todo para seguir adelante de manera más plena se transformó en
una desesperante misión. Tenía 45 años y aunque me creía único, no me ocurría
en verdad nada distinto a lo que les sucede a miles y miles de hombres y
mujeres que ingresan por diferentes razones en esa segunda adolescencia, en ese
revoltijo existencial, en esa crisis de la mediana edad donde muchas cosas
vuelcan.
Esta angustiante entrada
en boxes, que tanto registran los consultorios psicológicos y las sesiones de
couching empresarial, sucede a menudo por un duelo, un estrés, un crac
emocional, un desengaño, un enamoramiento prohibido. También por algo menos
traumático, como es la simple constatación de que, aunque maravilloso, estamos
trabajando en un lugar equivocado. O que vivimos un inespecífico pero agudo
malestar crónico. Woody Allen no ha dejado de escribir distintos desenlaces y
vicisitudes de la misma situación: personas atrapadas en vidas falsamente
satisfactorias. Prisioneros de jaulas doradas. Es que a veces nos pasamos la
vida levantando, ladrillo a ladrillo, nuestra casa soñada, sin darnos cuenta de
que estamos edificando nuestra penitenciaría. He escuchado cientos de historias
sobre hombres y mujeres que tienen todo lo idealizado, y que a esa edad crítica
se miran un minuto desde afuera y descubren con asombro que se han convertido
en perfectos desconocidos. Muchos perciben que han traicionado su verdadera
vocación, otros que han cedido demasiado a los deseos de los demás, y algunos
que el amor vino con fecha de vencimiento, y que venció. Es cuando la tierra
tiembla, cuando hay que bajar al sótano de nuestro inconsciente con los ojos
bien abiertos y mirar lo que tanto temíamos. Cuando hay que cuestionar hasta lo
incuestionable.
Se trata de un río
torrentoso y hay que vadearlo, amigos. Algunos prisioneros no pueden,
retroceden a la orilla y siguen con su frustración redimensionando sus metas y
abrazándose a señuelos. Otros cruzan, mojándose hasta el cuello, y salen del
otro lado y emprenden la segunda vida. Ese capítulo fascinante donde volvemos a
creer en lo que hacemos, donde volvemos a amar después de haber amado y donde
priorizamos los disparos: ya no tenemos una ametralladora, el parque está
exhausto y ahora vamos tiro a tiro.
Mi padre no podía prever
que su muerte iba a cambiar mi vida. Tal vez si lo hubiera sabido no se habría
muerto. Pero estoy agradecido con esa última lección que me dejó un hombre que
siempre fue libre, y que al irse me liberó de mí mismo.
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