Fragmento del libro” Bésame mucho: cómo criar a tus
hijos con Amor”
Dr. Carlos González,
Pediatra
*Tu hijo es generoso, es
desinteresado, valiente, tu hijo sabe perdonar, sabe ceder, es sincero, es un
buen hermano, no tiene prejuicios y es comprensivo.
Cuando una esposa afirma
que su marido es muy bueno, probablemente es un hombre cariñoso, trabajador,
paciente, amable… En cambio, si una madre exclama “mi hijo es muy bueno”, casi
siempre quiere decir que se pasa el día durmiendo, o mejor que “no hace más que
comer y dormir” (a un marido que se comportase así le llamaríamos holgazán).
Los nuevos padres oirán docenas de veces (y pronto repetirán) el chiste fácil:
“¡Qué monos son… cuando duermen!”
Y así los estantes de
las librerías, las páginas de las revistas, las ondas de la radio, se llenan de
“problemas de la infancia”: problemas de sueño, problemas de alimentación,
problemas de conducta, problemas en la escuela, problemas con los hermanos… Se
diría que cualquier cosa que haga un niño cuando está despierto ha de ser un
problema.
Nadie nos dice que
nuestros hijos, incluso despiertos (sobre todo despiertos), son gente
maravillosa; y corremos el riesgo de olvidarlo. Aún peor, con frecuencia
llamamos “problemas”, precisamente, a sus virtudes.
Amor maternal
Gustave Leonard de Jonghe
(1829-1893)
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Tu hijo es generoso
Marta juega en la arena
con su cubo verde, su pala roja y su caballito. Un niño un poco más pequeño se
acerca vacilante, se sienta a su lado y, sin mediar palabra (no parece que sepa
muchas) se apodera del caballito, momentáneamente desatendido. A los pocos
minutos, Marta decide que en realidad el caballito es mucho más divertido que
el cubo, y lo recupera de forma expeditiva. Ni corto ni perezoso, el otro niño
se pone a jugar con el cubo y la pala. Marta le espía por el rabillo del ojo, y
comienza a preguntarse si su decisión habrá sido la correcta. ¡El cubo parece
ahora tan divertido!
Tal vez la mamá de Marta
piense que su hija “no sabe compartir”. Pero recuerde que el caballito y el
cubo son las más preciadas posesiones de Marta, digamos como para usted el
coche. Y unos minutos son para ella una eternidad. Imagine ahora que baja usted
de su coche, y un desconocido, sin mediar palabra, sube y se lo lleva. ¿Cuántos
segundos tardaría usted en empezar a gritar y a llamar a la policía? Nuestros
hijos, no le quepa duda, son mucho más generosos con sus cosas que nosotros con
las nuestras.
Tu hijo es desinteresado
Sergio acaba de mamar;
no tiene frío, no tiene calor, no tiene sed, no le duele nada… pero sigue
llorando. Y ahora, ¿qué más quiere?
La quiere a usted. No la
quiere por la comida, ni por el calor, ni por el agua. La quiere por sí misma,
como persona. ¿Preferiría acaso que su hijo la llamase sólo cuando necesitase
algo, y luego “si te he visto no me acuerdo”? ¿Preferiría que su hijo la
llamase sólo por interés?
El amor de un niño hacia
sus padres es gratuito, incondicional, inquebrantable. No hace falta ganarlo,
ni mantenerlo, ni merecerlo. No hay amor más puro. El doctor Bowlby, un
eminente psiquiatra que estudió los problemas de los delincuentes juveniles y
de los niños abandonados, observó que incluso los niños maltratados siguen
queriendo a sus padres.
Un amor tan grande a
veces nos asusta. Tememos involucrarnos. Nadie duda en acudir de inmediato
cuando su hijo dice “hambre”, “agua”, “susto”, “pupa”; pero a veces nos creemos
en el derecho, incluso en la obligación, de hacer oídos sordos cuando sólo dice
“mamá”. Así, muchos niños se ven obligados a pedir cosas que no necesitan:
infinitos vasos de agua, abrir la puerta, cerrar la puerta, bajar la persiana,
subir la persiana, encender la luz, mirar debajo de la cama para comprobar que
no hay ningún monstruo… Se ven obligados porque, si se limitan a decir la pura
verdad: “papá, mamá, venid, os necesito”, no vamos. ¿Quién le toma el pelo a
quién?
Tu hijo es valiente Está
usted haciendo unas gestiones en el banco y entra un individuo con un pasamontañas
y una pistola. “¡Silencio! ¡Al suelo! ¡Las manos en la nuca!” Y usted, sin
rechistar, se tira al suelo y se pone las manos en la nuca. ¿Cree que un niño
de tres años lo haría? Ninguna amenaza, ninguna violencia, pueden obligar a un
niño a hacer lo que no quiere. Y mucho menos a dejar de llorar cuando está
llorando. Todo lo contrario, a cada nuevo grito, a cada bofetón, el niño
llorará más fuerte.
Miles de niños reciben
cada año palizas y malos tratos en nuestro país. “Lloraba y lloraba, no había
manera de hacerlo callar” es una explicación frecuente en estos casos. Es la
consecuencia trágica e inesperada de un comportamiento normal: los niños no
huyen cuando sus padres se enfadan, sino que se acercan más a ellos, les piden
más brazos y más atención. Lo que hace que algunos padres se enfaden más
todavía. Si que huyen los niños, en cambio, de un desconocido que les amenaza.
Los animales no se
enfadan con sus hijos, ni les riñen. Todos los motivos para gritarles: sacar
malas notas, no recoger la habitación, ensuciar las paredes, romper un cristal,
decir mentiras… son exclusivos de nuestra especie, de nuestra civilización.
Hace sólo 10.000 años había muy pocas posibilidades de reñir a los hijos. Por
eso, en la naturaleza, los padres sólo gritan a sus hijos para advertirles de
que hay un peligro. Y por eso la conducta instintiva e inmediata de los niños
es correr hacia el padre o la madre que gritan, buscar refugio en sus brazos,
con tanta mayor intensidad cuanto más enfadados están los progenitores.
Tu hijo sabe perdonar
Silvia ha tenido una rabieta impresionante. No se quería bañar. Luchaba, se
revolvía, era imposible sacarle el jersey por la cabeza (¿por qué harán esos
cuellos tan estrechos?). Finalmente, su madre la deja por imposible. Ya la bañaremos
mañana, que mi marido vuelve antes a casa; a ver si entre los dos…
Tan pronto como
desaparece la amenaza del baño, tras sorber los últimos mocos y dar unos
hipidos en brazos de mamá, Silvia está como nueva. Salta, corre, ríe, parece
incluso que se esfuerce por caer simpática. El cambio es tan brusco que coge
por sorpresa a su madre, que todavía estará enfadada durante unas horas. “¿Será
posible?” “Mírala, no le pasa nada, era todo cuento”.
No, no era cuento.
Silvia estaba mucho más enfadada que su madre; pero también sabe perdonar más
rápidamente. Silvia no es rencorosa. Cuando Papá llegue a casa, ¿cuál de las
dos se chivará? (”Mamá se ha estado portando mal…”). El perdón de los niños es
amplio, profundo, inmediato, leal.
Tu hijo sabe ceder Jordi
duerme en la habitación que sus padres le han asignado, en la cama que sus
padres le han comprado, con el pijama y las sábanas que sus padres han elegido.
Se levanta cuando le llaman, se pone la ropa que le indican, desayuna lo que le
dan (o no desayuna), se pone el abrigo, se deja abrochar y subir la capucha
porque su madre tiene frío y se va al cole que sus padres han escogido, para
llegar a la hora fijada por la dirección del centro. Una vez allí, escucha
cuando le hablan, habla cuando le preguntan, sale al patio cuando le indican,
dibuja cuando se lo ordenan, canta cuando hay que cantar. Cuando sea la hora
(es decir, cuando la maestra le diga que ya es la hora) vendrán a recogerle,
para comer algo que otros han comprado y cocinado, sentado en una silla que ya
estaba allí antes de que él naciera. Por el camino, al pasar ante el quiosco,
pide un “Tontanchante”, “la tontería que se engancha y es un poco repugnante”,
y que todos los de su clase tienen ya. “Vamos, Jordi, que tenemos prisa. ¿No
ves que eso es una birria?” “¡Yo quiero un Totanchante, yo quiero, yo quiero…!”
Ya tenemos crisis.
Mamá está confusa. Lo de
menos son los 20 duros que cuesta la porquería ésta. Pero ya ha dicho que no.
¿No será malo dar marcha atrás? ¿Puede permitir que Jordi se salga con la suya?
¿No dicen todos los libros, todos los expertos, que es necesario mantener la
disciplina, que los niños han de aprender a tolerar las frustraciones, que
tenemos que ponerles límites para que no se sientan perdidos e infelices?
Claro, claro, que no se salga siempre con la suya. Si le compra ese
Tontachante, señora, su hijo comenzará una carrera criminal que le llevará al
reformatorio, a la droga y al suicidio.
Seamos serios, por
favor. Los niños viven en un mundo hecho por los adultos a la medida de los
adultos. Pasamos el día y parte de la noche tomando decisiones por ellos,
moldeando sus vidas, imponiéndoles nuestros criterios. Y a casi todo obedecen
sin rechistar, con una sonrisa en los labios, sin ni siquiera plantearse si
existen alternativas. Somos nosotros los que nos “salimos con la nuestra” cien
veces al día, son ellos los que ceden. Tan acostumbrados estamos a su sumisión
que nos sorprende, y a veces nos asusta, el más mínimo gesto de independencia.
Salirse de vez en cuando con la suya no sólo no les va hacer ningún daño, sino
que probablemente es una experiencia imprescindible para su desarrollo.
Tu hijo es sincero ¡Cómo
nos gustaría tener un hijo mentiroso! Que nunca dijera en público “¿Por qué esa
señora es calva?” o ¿Por qué ese señor es negro?” Que contestase “Sí” cuando le
preguntamos si quiere irse a la cama, en vez de contestar “Sí” a nuestra
retórica pregunta “¿Pero tú crees que se pueden dejar todos los juguetes
tirados de esta manera?”
Pero no lo tenemos. A
los niños pequeños les gusta decir la verdad. Cuesta años quitarles ese “feo
vicio”. Y, entre tanto, en este mundo de engaño y disimulo, es fácil confundir
su sinceridad con desafío o tozudez.
Tu hijo es un buen hermano
Imagínese que su esposa
llega un día a casa con un guapo mozo, más joven que usted, y le dice: “Mira,
Manolo, este es Luis, mi segundo marido. A partir de ahora viviremos los tres
juntos, y seremos muy felices. Espero que sabrás compartir con él tu ordenador
y tu máquina de afeitar. Como en la cama de matrimonio no cabemos los tres, tú,
que eres el mayor, tendrás ahora una habitación para ti sólito. Pero te seguiré
queriendo igual”. ¿No le parece que estaría “un poquito” celoso? Pues un niño
depende de sus padres mucho más que un marido de su esposa, y por tanto la
llegada de un competidor representa una amenaza mucho más grande. Amenaza que,
aunque a veces abrazan tan fuerte a su hermanito que le dejan sin aire, hay que
admitir que los niños se toman con notable ecuanimidad.
Tu hijo no tiene
prejuicios Observe a su hijo en el parque. ¿Alguna vez se ha negado a jugar con
otro niño porque es negro, o chino, o gitano, o porque su ropa no es de marca o
tiene un cochecito viejo y gastado? ¿Alguna vez le oyó decir “vienen en pateras
y nos quitan los columpios a los españoles”? Tardaremos aún muchos años en
enseñarles esas y otras lindezas.
Tu hijo es comprensivo
Conozco a una familia con varios hijos. El mayor sufre un retraso mental grave.
No habla, no se mueve de su silla. Durante años, tuvo la desagradable costumbre
de agarrar del pelo a todo aquél, niño o adulto, que se pusiera a su alcance, y
estirar con fuerza. Era conmovedor ver a sus hermanitos, con apenas dos o tres
años, quedar atrapados por el pelo, y sin gritar siquiera, con apenas un leve
quejido, esperar pacientemente a que un adulto viniera a liberarlos. Una
paciencia que no mostraban, ciertamente, con otros niños. Eran claramente
capaces de entender que su hermano no era responsable de sus actos.
Si se fija, observará
estas y muchas otras cualidades en sus hijos. Esfuércese en descubrirlas,
anótelas si es preciso, coméntelas con otros familiares, recuérdeselas a su
hijo dentro de unos años (”De pequeño eras tan madrugador, siempre te despertabas
antes de las seis…”) La educación no consiste en corregir vicios, sino en
desarrollar virtudes. En potenciarlas con nuestro reconocimiento y con nuestro
ejemplo.
La semilla del bien
Observando el comportamiento de niños de uno a tres años en una guardería, unos
psicólogos pudieron comprobar que, cuando uno lloraba, los otros
espontáneamente acudían a consolarle. Pero aquellos niños que habían sufrido
palizas y malos tratos hacían todo lo contrario: reñían y golpeaban al que
lloraba. A tan temprana edad, los niños maltratados se peleaban el doble que
los otros, y agredían a otros niños sin motivo ni provocación aparente, una
violencia gratuita que nunca se observaba en niños criados con cariño.
Oirá decir que la
delincuencia juvenil o la violencia en las escuelas nacen de la “falta de
disciplina”, que se hubieran evitado con “una bofetada a tiempo”. Eso son
tonterías. El problema no es falta de disciplina, sino de cariño y atención, y
no hay ningún tiempo “adecuado” para una bofetada. Ofrézcale a su hijo un
abrazo a tiempo. Miles de ellos. Es lo que de verdad necesita.
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