lunes, 25 de febrero de 2013

Porqué lloran en cuanto dejas la habitación



[...] le causa un súbito terror, como el que uno imagina
que golpea el corazón de un niño perdido.
Charles Dickens, Historia de dos ciudades

La inmediatez es una de las características del llanto infantil que asombra y molesta a algunas personas. «Es que es dejarlo en la cuna y se pone a llorar como si le matasen.»


Susan consolando a los niños
Óleo sobre tela año 1881
Mary Cassatt  (1844-1926)
Museo de Bellas Artes de Houston, EEUU

Para algunos expertos en educación, ésta es una desagradable faceta del carácter infantil, y el objetivo ha de ser vencer su «egoísmo» y su «obstinación», enseñarles a retrasar la satisfacción de sus deseos. ¿Por qué no puede tener un poco más de paciencia, por qué no puede esperar un poco más? Podríamos comprender que, un cuarto de hora después de irse su madre, empezasen a ponerse un poco intranquilos; que a la media hora lloriqueasen, que a las dos horas llorasen con todas sus fuerzas. Eso parecería lógico y razonable. Eso es lo que hacemos los adultos, lo que hacen los niños mayores cuando les hemos «enseñado» a ser pacientes, ¿verdad? Pero, en vez de eso, nuestros hijos pequeños se ponen a llorar con todas sus fuerzas en cuanto se separan de su madre; lloran aún más fuerte (¡lo que parecía imposible!) a los cinco minutos, y sólo dejan de llorar por agotamiento. ¡No parece lógico!

Pero sí que lo es. Ponerse a llorar de manera inmediata es la conducta «lógica», la conducta adaptativa, la conducta que la selección natural ha favorecido durante millones de años, porque facilita la supervivencia del individuo. En aquella tribu de hace 100.000 años, si un bebé separado de su madre lloraba de forma inmediata y a pleno pulmón, su madre probablemente volvía en seguida a cogerlo. Porque esa madre no tenía cultura, ni religión, ni conocía los conceptos de «bien», «caridad», «deber» o «justicia»; no cuidaba a su hijo porque pensaba que ésa era su obligación, ni porque temía a la cárcel o al infierno.

Simplemente, el llanto del niño desencadenaba en ella un impulso fuerte, irresistible, de acudir y acallarlo. Pero si un bebé se quedaba callado durante quince minutos y luego lloriqueaba débilmente, y sólo gritaba a pleno pulmón al cabo de dos horas, para entonces su madre podía estar ya demasiado lejos y no oírlo. Ese grito tardío ya no tenía ninguna utilidad para su supervivencia, sino que más bien contribuía a acelerar su fin. Porque entonces como ahora, el grito de angustia de una cría abandonada era música para los oídos de las hienas.

Y, si reflexionamos un poco, veremos que esa conducta que nos parece «lógica» y «racional» ante la separación de la persona amada, esperar un tiempo y enfadarnos «poco apoco», sólo la mostramos los adultos cuando esperamos confiadamente el regreso del ausente. Imagine que su hija de quince años está en el instituto. Durante el horario escolar, usted no se preocupa lo más mínimo por esa separación porque sabe perfectamente dónde está y cuándo volverá (¿sabe su hijo de dos años dónde está y cuándo volverá usted?

¡Aunque se lo expliquen, no puede comprenderlo!). Si pasan treinta minutos de la hora en que suele volver a casa, le será fácil descartar sus primeros temores («se retrasa el autobús..., estará hablando con los amigos..., habrá ido a comprar un bolígrafo...»). Si tarda más de una hora, empieza usted a enfadarse («estos chicos, parece mentira, son unos irresponsables, al menos podría haber llamado, para eso le compré el móvil»). Si tarda dos o tres horas, empezará usted a llamar a sus amigas para ver si está en casa de alguien. Si a las cinco horas no hay noticias, estará usted llorando y llamando a los hospitales, por si la han atropellado. Antes de doce horas llorará usted todavía más y acudirá a la policía, donde le explicarán que muchos adolescentes escapan por cualquier tontería, pero que casi todos vuelven antes de tres días. Durante tres días se aferrará usted a esa esperanza. Pero cada vez llorará más, y al cabo de una semana será la viva imagen de la desesperación.

Pero imagine ahora que tiene una fuerte discusión con su hija de quince años en la que salen a relucir amargos reproches y graves insultos, y finalmente ella mete unas ropas en una mochila y le grita: «Te odio, os odio, estoy harta de esta familia, me voy para siempre, no quiero volverte a ver en la vida», y se va dando un portazo. ¿Cuántas horas esperará usted, alegre y despreocupada, antes de empezar a llorar? ¿No empezará a llorar antes incluso de que ella salga de casa, no la seguirá por la escalera, no correrá tras ella por la calle, no intentará agarrarla sin temor a dar un espectáculo delante de todos los vecinos, no se arrodillará ante ella y le suplicará, no se detendrá sólo cuando el agotamiento le impida seguir corriendo? ¿Le parece que comportarse así sería «infantil» o «egoísta» por su parte? ¿Cree que oiría a los vecinos comentar: «Fíjate qué madre más mal educada, no hace ni cinco minutos que se ha ido su hija y ya está llorando como una histérica. Seguro que lo hace para llamar la atención.»? Sí, es fácil ser paciente cuando está convencido de que la persona amada volverá. Pero no se mostrará tan paciente cuando tenga dudas al respecto. Y cuando tenga la absoluta certeza de que la persona amada no piensa volver, desde luego no será nada paciente.

No necesita esperar quince años para vivir una escena así. Su hija ya se comporta así ahora, cada vez que usted se va. Porque todavía es demasiado pequeña para saber si usted va a volver o no, o cuándo va a volver, o si va a estar cerca o lejos mientras tanto. Y, por si acaso, su conducta automática, instintiva, la que ha heredado de sus antepasados a lo largo de miles de años, será ponerse siempre en lo peor. Cada vez que se separe de usted, su hija llorará como si se hubiera ido para siempre (¿y qué decir de las madres que intentan «tranquilizar» a sus hijos con frases del tipo «si eres malo, mamá se va»; «si te portas mal, no te querré»?).

Dentro de tres, cuatro, cinco años, a medida que vaya comprendiendo que su madre volverá, su hija podrá esperar cada vez más tranquila y cada vez más tiempo. Pero no será porque es «menos egoísta» ni «más comprensiva», ni mucho menos porque usted, siguiendo los consejos de algún libro, la ha «enseñado a posponer la satisfacción de sus caprichos».

Los recién nacidos necesitan contacto físico; se ha comprobado experimentalmente que, durante la primera hora después del parto, los que están en una cuna lloran diez veces más que los que están en brazos de su madre.
Al cabo de unos meses, es probable que se conformen con el contacto visual. Su hijo estará contento, al menos durante un rato, si puede verla y si usted le sonríe y le dice cositas de vez, en cuando. Hace 100.000 años, los niños de meses probablemente no se separaban nunca de su madre, pues eso significaba quedarse tirados en el suelo, desnudos.

Ahora están bien abrigaditos en un lugar blandito, y aunque su instinto les sigue diciendo que estarían mejor en brazos, son tan comprensivos y tienen tantas ganas de hacernos felices que la mayoría se resigna a pasar un par de minutos en una sillita. Pero, tan pronto como usted desaparezca de su campo visual, su hijo se pondrá a llorar «como si le matasen». ¡Cuántas veces he oído a una madre esta frase! Porque, efectivamente, la muerte fue, durante miles de años, el destino de los bebés cuyo llanto no obtenía respuesta.

Por supuesto, el ambiente en que se crían nuestros hijos es muy distinto de aquel en que evolucionó nuestra especie. Cuando deja usted a su hijo en su cuna, usted sabe que no va a pasar frío ni calor, que el techo le protege de la lluvia y las paredes del viento, que no lo devorarán los lobos ni las ratas, ni le picarán las hormigas; sabe que usted estará a sólo unos metros, en la habitación contigua, y que acudirá rápidamente al menor problema.

Pero su hijo no lo sabe. No puede saberlo. Reaccionará exactamente como hubiera reaccionado en la misma situación un bebé del paleolítico. Su llanto no responde a un peligro real, sino a una situación, la separación, que durante milenios ha significado invariablemente peligro.
A medida que crezca, su hijo irá aprendiendo a distinguir en qué casos la separación con lleva un peligro real y en qué casos no tiene importancia. Podrá quedarse tranquilamente en casa mientras usted va a comprar, pero romperá a llorar si se encuentra perdido en el supermercado y cree que usted ha vuelto a casa sin él...
El llanto de nada serviría si la madre no estuviera también genéticamente preparada para responder a él. El llanto de un niño es uno de los sonidos que provocan una reacción más intensa en un adulto humano. La madre, el padre e incluso los extraños se sienten conmovidos, preocupados, angustiados; sienten el inmediato deseo de hacer algo para que el llanto pare. Darle el pecho, pasearlo, cambiarle el pañal, cogerlo en brazos, ponerle ropa, quitarle ropa; lo que sea, pero que calle. Si el llanto es especialmente intenso y continuo, acudirán a urgencias (y muchas veces con buenos motivos).

Cuando nos es imposible acallar un llanto, nuestra propia impotencia puede convertirse en irritación. Es lo que ocurre cuando se oye un llanto en un piso vecino: las convenciones sociales nos impiden intervenir, y por eso nos resulta particularmente molesto («Pero, ¿en qué están pensando esos padres? ¿Es que no van a hacer nada?» «¡Ese niño es un malcriado, los nuestros nunca han llorado así!»). Muchos vecinos critican a sus espaldas, o incluso increpan directamente, a las madres cuyos hijos lloran «demasiado», y algunos llegan a llamar a la puerta para protestar. Más de una vez me ha dicho alguna madre: «Me dijo el doctor que le dejase llorar porque me está tomando el pelo; pero no puedo dejarle llorar porque los vecinos se quejan.» A igual intensidad sonora, un niño que llora en el edificio nos resulta más molesto que un obrero dando martillazos o un adolescente escuchando rock duro.

Cuando las absurdas normas de algunos expertos impiden a los padres responder al llanto en la forma más eficaz (tomando al bebé en brazos, meciéndolo, cantándole, dándole el pecho...), ¿qué salida queda? Puedes dejarle llorar e intentar ver la tele, hacer la comida, leer un libro o conversar con tu pareja, mientras oyes el llanto agudo, continuo, desgarrador, de tu propio hijo, un llanto que traspasa los tabiques «de papel» de las casas modernas y que puede prolongarse durante cinco, diez, treinta, noventa minutos. ¿Y cuándo empieza a hacer ruidos angustiosos, como si estuviera vomitando o ahogándose? ¿Y cuándo deja de llorar tan súbitamente que, lejos de ser un alivio, te lo imaginas sin respirar, poniéndose blanco y luego azul? ¿Están los padres autorizados a correr entonces a su lado, o eso sería «recompensarle por su berrinche» y también se lo han prohibido?

La otra opción es intentar calmarlo, pero sin cogerlo, cantarle, mecerlo o darle el pecho. ¿Por qué no también con una mano atada a la espalda, para hacerlo más difícil? ¿O poner la radio, rezar, ofrecerle dinero? Un experto, el Dr. Estivill, propone decirle (desde una distancia superior a un metro, para que no pueda tocarte) lo siguiente:

«Amor mío, mamá y papá te quieren mucho y te están enseñando a dormir.
Tú duermes aquí con Pepito, el póster, los chupetes... Así que hasta mañana.»

Palabras de consuelo y amor verdadero que sin duda infundirán calma y sosiego en el alma de cualquier niño, sea cual sea la causa de su llanto, ¡a partir de los seis meses! (Pepito, por supuesto, es un muñeco; no piensen ni por un momento que un ser humano le hace compañía). Aunque tal vez ni el mismo autor confíe mucho en la eficacia calmante de esas palabras, pues advierte a los padres que, una vez pronunciadas, se vuelvan a marchar, aunque el niño siga llorando o gritando (¡el muy desagradecido!).

En nuestro país, como en muchos otros, los malos tratos son un problema cada vez mayor. Decenas de niños mueren cada año a manos de sus propios padres, y muchos más sufren hematomas, fracturas, quemaduras... La pobreza, el alcohol y otras drogas, el paro y la marginación se cuentan sin duda entre las causas profundas de los malos tratos. Pero también hace falta un desencadenante. ¿Por qué a este niño le han pegado hoy y no le pegaron ayer? El llanto es un desencadenante frecuente. «Lloraba y lloraba, hasta que no lo pude soportar más.» ¿Qué pueden hacer los padres cuando todo lo que sirve para calmar el llanto del niño (pecho, brazos, canciones, mimos) está prohibido?

Fuente: Libro Bésame Mucho cómo criar a tus hijos con amor de Carlos González
Capítulo Porqué lloran en cuanto dejas la habitación páginas 27, 28, 29, 30

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