Libro Comer, amar, mamar capítulo dos
Autor Doctor Carlos González.
[...] le causa un súbito terror, como el que uno imagina que golpea el corazón
Autor Doctor Carlos González.
[...] le causa un súbito terror, como el que uno imagina que golpea el corazón
de un niño perdido.
CHARLES DICKENS,
Historia de dos ciudades
La inmediatez es una de
las características del llanto infantil que asombra y molesta a algunas
personas. «Es que es dejarlo en la cuna y se pone a llorar como si le matasen.»
Para algunos expertos en
educación, esta es una desagradable faceta del carácter infantil, y el objetivo
ha de ser vencer su «egoísmo» y su «obstinación», enseñarles a retrasar la
satisfacción de sus deseos. ¿Por qué no puede tener un poco más de paciencia,
por qué no puede esperar un poco más? Podríamos comprender que, un cuarto de
hora después de irse su madre, empezasen a ponerse un poco intranquilos; que a
la media hora lloriqueasen, que a las dos horas llorasen con todas sus fuerzas.
Eso parecería lógico y razonable.
Eso es lo que hacemos
los adultos, lo que hacen los niños mayores cuando les hemos «enseñado» a ser
pacientes, ¿verdad? Pero, en vez de eso, nuestros hijos pequeños se ponen a
llorar con todas sus fuerzas en cuanto se separan de su madre; lloran aún más
fuerte (¡lo que parecía imposible!) a los cinco minutos, y solo dejan de llorar
por agotamiento. ¡No parece lógico!
Pero sí que lo es.
Ponerse a llorar de manera inmediata es la conducta «lógica», la conducta
adaptativa, la conducta que la selección natural ha favorecido durante millones
de años, porque facilita la supervivencia del individuo. En aquella tribu de
hace 100 000 años, si un bebé separado de su madre lloraba de forma inmediata y
a pleno pulmón, su madre probablemente volvía enseguida a cogerlo. Porque esa
madre no tenía cultura, ni religión, ni conocía los conceptos de «bien»,
«caridad», «deber» o «justicia»; no cuidaba a su hijo porque pensaba que esa
era su obligación, ni porque temía la cárcel o el infierno.
Simplemente, el llanto
del niño desencadenaba en ella un impulso fuerte, irresistible, de acudir y
acallarlo. Pero si un bebé se quedaba callado durante quince minutos y luego
lloriqueaba débilmente, y solo gritaba a pleno pulmón al cabo de dos horas,
para entonces su madre podía estar ya demasiado lejos y no oírlo. Ese grito
tardío ya no tenía ninguna utilidad para su supervivencia, sino que más bien
contribuía a acelerar su fin. Porque, entonces como ahora, el grito de angustia
de una cría abandonada era música para los oídos de las hienas.
Y, si reflexionamos un
poco, veremos que esa conducta que nos parece «lógica» y «racional» ante la
separación de la persona amada, esperar un tiempo y enfadarnos «poco a poco»,
solo la mostramos los adultos cuando esperamos confiadamente el regreso del
ausente. Imagine que su hija de quince años está en el instituto. Durante el
horario escolar, usted no se preocupa lo más mínimo por esa separación porque
sabe perfectamente dónde está y cuándo volverá (¿sabe su hijo de dos años dónde
está y cuándo volverá usted? ¡Aunque se lo expliquen, no puede comprenderlo!).
Si pasan treinta minutos de la hora en que suele volver a casa, le será fácil
descartar sus primeros temores («se retrasa el autobús..., estará hablando con
los amigos..., habrá ido a comprar un bolígrafo...»). Si tarda más de una hora,
empieza usted a enfadarse («estos chicos, parece mentira, son unos
irresponsables, al menos podría haber llamado, para eso le compré el móvil»).
Si tarda dos o tres horas, empezará usted a llamar a sus amigas para ver si
está en casa de alguien. Si a las cinco horas no hay noticias, estará usted
llorando y llamando a los hospitales, por si la han atropellado. Antes de doce
horas llorará usted todavía más y acudirá a la policía, donde le explicarán que
muchos adolescentes escapan por cualquier tontería, pero que casi todos vuelven
antes de tres días. Durante tres días se aferrará usted a esa esperanza. Pero
cada vez llorará más, y al cabo de una semana será la viva imagen de la
desesperación.
Pero imagine ahora que
tiene una fuerte discusión con su hija de quince años en la que salen a relucir
amargos reproches y graves insultos, y finalmente ella mete unas ropas en una
mochila y le grita: «Te odio, os odio, estoy harta de esta familia, me voy para
siempre, no quiero volverte a ver en la vida», y se va dando un portazo.
¿Cuántas horas esperará usted, alegre y despreocupada, antes de empezar a
llorar? ¿No empezará a llorar antes incluso de que ella salga de casa, no la
seguirá por la escalera, no correrá tras ella por la calle, no intentará
agarrarla sin temor a dar un espectáculo delante de todos los vecinos, no se
arrodillará ante ella y le suplicará, no se detendrá solo cuando el agotamiento
le impida seguir corriendo? ¿Le parece que comportarse así sería «infantil» o
«egoísta» por su parte? ¿Cree que oiría a los vecinos comentar: «Fíjate qué
madre más maleducada, no hace ni cinco minutos que se ha ido su hija y ya está
llorando como una histérica, seguro que lo hace para llamar la atención»?
Sí, es fácil ser
paciente cuando está convencido de que la persona amada volverá.
Pero no se mostrará tan
paciente cuando tenga dudas al respecto. Y cuando tenga la absoluta certeza de
que la persona amada no piensa volver, desde luego no será nada paciente.
No necesita esperar
quince años para vivir una escena así. Su hija ya se comporta así ahora, cada
vez que usted se va. Porque todavía es demasiado pequeña para saber si usted va
a volver o no, o cuándo va a volver, o si va a estar cerca o lejos mientras
tanto. Y, por si acaso, su conducta automática, instintiva, la que ha heredado
de sus antepasados a lo largo de miles de años, será ponerse siempre en lo
peor. Cada vez que se separe de usted, su hija llorará como si se hubiera ido
para siempre (¿y qué decir de las madres que intentan «tranquilizar» a sus
hijos con frases del tipo «si eres malo, mamá se va»; «si te portas mal, no te
querré»?).
Dentro de tres, cuatro,
cinco años, a medida que vaya comprendiendo que su madre volverá, su hija podrá
esperar cada vez más tranquila y cada vez más tiempo. Pero no será porque es
«menos egoísta» ni «más comprensiva», ni mucho menos porque usted, siguiendo
los consejos de algún libro, la ha «enseñado a posponer la satisfacción de sus
caprichos».
Los recién nacidos
necesitan contacto físico; se ha comprobado experimentalmente que, durante la
primera hora después del parto, los que están en una cuna lloran diez veces más
que los que están en brazos de su madre.
Al cabo de unos meses,
es probable que se conformen con el contacto visual.
Su hijo estará contento,
al menos durante un rato, si puede verla y si usted le sonríe y le dice cositas
de vez en cuando. Hace 100 000 años, los niños de meses probablemente no se
separaban nunca de su madre, pues eso significaba quedarse tirados en el suelo,
desnudos. Ahora están bien abrigaditos en un lugar blandito, y aunque su
instinto les sigue diciendo que estarían mejor en brazos, son tan comprensivos
y tienen tantas ganas de hacernos felices que la mayoría se resigna a pasar un
par de minutos en una sillita. Pero, tan pronto como usted desaparezca de su
campo visual, su hijo se pondrá a llorar «como si le matasen». ¡Cuántas veces
he oído a una madre esta frase! Porque, efectivamente, la muerte fue, durante
miles de años, el destino de los bebés cuyo llanto no obtenía respuesta.
Por supuesto, el
ambiente en que se crían nuestros hijos es muy distinto de aquel en que
evolucionó nuestra especie. Cuando deja usted a su hijo en su cuna, usted sabe
que no va a pasar frío ni calor, que el techo le protege de la lluvia y las
paredes del viento, que no lo devorarán los lobos ni las ratas, ni le picarán
las hormigas; sabe que usted estará a solo unos metros, en la habitación contigua,
y que acudirá rápidamente al menor problema. Pero su hijo no lo sabe. No puede
saberlo. Reaccionará exactamente como hubiera reaccionado en la misma situación
un bebé del paleolítico. No es que tenga miedo a los lobos; ni siquiera sabe
que los lobos existen (y que están dejando de existir). Lo que tiene es pánico
a quedarse solo. Su llanto no responde a un peligro real, sino a una situación,
la separación, que durante milenios ha significado invariablemente peligro. Los
bebés lloran cuando se quedan solos, tanto si hay lobos como si no.
Entonces, dentro de
miles de años, por evolución, ¿los niños nacerán distintos, ya no necesitarán compañía constante, se
quedarán solos y felices? Probablemente no. Para que la evolución actúe hace falta
tiempo; pero el tiempo no es la causa de la evolución. Hacen falta mutaciones,
y hace falta una ventaja selectiva. Sin mutación y sin ventaja, pueden pasar
millones de años sin ningún cambio. Es seguro que existen gradaciones en la
conducta de los bebés, que algunos lloran desesperados a la más mínima separación,
y que otros se quejan poco o casi nada. En el recién nacido, las diferencias se
deben a los genes; unas semanas después, el entorno y las experiencias vividas
han ido interaccionando con la base genética y cambiando la conducta del bebé
(los bebés occidentales, que pasan mucho rato en la cuna, lloran mucho más que los
de otras culturas que pasan la mayor parte del tiempo en brazos). Supongamos que
hay un 1 por ciento de niños que no lloran nunca. Si no hay una ventaja
evolutiva, si los niños que lloran y los que no lloran tienen los mismos descendientes,
dentro de diez mil años seguirá habiendo un 1 por ciento de niños que no
lloran. Para que la proporción aumentase, para que los niños que no lloran
llegasen a ser el 5, el 15, el 80 por ciento de la humanidad, haría falta una
ventaja selectiva: que los niños que lloran tuvieran una mayor mortalidad, o
que los padres cuyos hijos no lloran decidieran tener más hijos. Y esa
diferencia tendría que ser importante y mantenerse durante miles de años.
A medida que crezca, su
hijo irá aprendiendo a distinguir en qué casos la separación conlleva un
peligro real y en qué casos no tiene importancia. Podrá quedarse tranquilamente
en casa mientras usted va a comprar, pero romperá a llorar si se encuentra
perdido en el supermercado y cree que usted ha vuelto a casa sin él...
El llanto de nada
serviría si la madre no estuviera también genéticamente preparada para
responder a él. El llanto de un niño es uno de los sonidos que provocan una
reacción más intensa en un adulto humano. La madre, el padre e incluso los
extraños se sienten conmovidos, preocupados, angustiados; sienten el inmediato
deseo de hacer algo para que el llanto pare. Darle el pecho, pasearlo, cambiarle
el pañal, cogerlo en brazos, ponerle ropa, quitarle ropa; lo que sea, pero que
calle. Si el llanto es especialmente intenso y continuo, acudirán a urgencias
(y muchas veces con buenos motivos).
Cuando nos es imposible
acallar un llanto, nuestra propia impotencia puede convertirse en irritación.
Es lo que ocurre cuando se oye un llanto en un piso vecino: las convenciones
sociales nos impiden intervenir, y por eso nos resulta particularmente molesto
(«pero ¿en qué están pensando esos padres? ¿Es que no van a hacer nada?»
« ¡Ese niño es un
malcriado, los nuestros nunca han llorado así!»). Muchos vecinos critican a sus
espaldas, o incluso increpan directamente, a las madres cuyos hijos lloran «demasiado»,
y algunos llegan a llamar a la puerta para protestar. Más de una vez me ha
dicho alguna madre: «Me dijo el doctor que le dejase llorar porque me está
tomando el pelo; pero no puedo dejarle llorar porque los vecinos se quejan». A
igual intensidad sonora, un niño que llora en el edificio nos resulta más
molesto que un obrero dando martillazos o un adolescente escuchando rock duro.
Cuando las absurdas
normas de algunos expertos impiden a los padres responder al llanto de la forma
más eficaz (tomando al bebé en brazos, meciéndolo, cantándole, dándole el
pecho...), ¿qué salida queda? Puedes dejarle llorar e intentar ver la tele,
hacer la comida, leer un libro o conversar con tu pareja, mientras oyes el
llanto agudo, continuo, desgarrador, de tu propio hijo, un llanto que traspasa
los tabiques «de papel» de las casas modernas y que puede prolongarse durante
cinco, diez, treinta, noventa minutos. ¿Y cuándo empieza a hacer ruidos
angustiosos, como si estuviera vomitando o ahogándose? ¿Y cuándo deja de llorar
tan súbitamente que, lejos de ser un alivio, te lo imaginas sin respirar,
poniéndose blanco y luego azul? ¿Están los padres autorizados a correr entonces
a su lado, o eso sería «recompensarle por su berrinche» y también se lo han
prohibido?
La otra opción es
intentar calmarlo, pero sin cogerlo, cantarle, mecerlo ni darle el pecho. ¿Por
qué no también con una mano atada a la espalda, para hacerlo más difícil? ¿O
poner la radio, rezar, ofrecerle dinero? Un experto, el Dr. Estivill, propone
decirle (desde una distancia superior a un metro, para que no pueda tocarte) lo
siguiente:
Amor mío, mamá y papá te
quieren mucho y te están enseñando a dormir. Tú duermes aquí con Pepito, el
póster, los chupetes... Así que hasta mañana. Palabras de consuelo y amor
verdadero que sin duda infundirán calma y sosiego en el alma de cualquier niño,
sea cual sea la causa de su llanto, ¡a partir de los seis meses! (Pepito, por
supuesto, es un muñeco; no piensen ni por un momento que un ser humano le hace
compañía). Aunque tal vez ni el mismo autor confíe mucho en la eficacia
calmante de esas palabras, pues advierte a los padres que, una vez
pronunciadas, se vuelvan a marchar, aunque el niño siga llorando o gritando
(¡el muy desagradecido!).
En nuestro país, como en
muchos otros, los malos tratos son un problema cada vez mayor. Decenas de niños
mueren cada año a manos de sus propios padres, y muchos más sufren hematomas,
fracturas, quemaduras... La pobreza, el alcohol y otras drogas, el paro y la
marginación se cuentan sin duda entre las causas profundas de los malos tratos.
Pero también hace falta un desencadenante.
¿Por qué a este niño le
han pegado hoy y no le pegaron ayer?
El llanto es un
desencadenante frecuente. «Lloraba y lloraba, hasta que no lo pude soportar
más.» ¿Qué pueden hacer los padres cuando todo lo que sirve para calmar el
llanto del niño (pecho, brazos, canciones, mimos) está prohibido?
Fuente: Libro Comer,
amar, mamar capítulo dos Autor Doctor Carlos González.
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