Sin embargo, y dejando aparte los méritos propios de cada niño, mucha
gente (padres, psicólogos, maestros, pediatras y público en general) tiene una
opinión predeterminada y general sobre la bondad o maldad de los niños. Son «angelitos»
o «pequeños tiranos»; lloran porque sufren o porque nos toman el pelo; son
criaturas inocentes o «saben latín»; nos necesitan o nos manipulan.
De esta concepción previa depende que veamos a nuestros propios hijos
como amigos o enemigos. Para unos, el niño es tierno, frágil, desvalido,
cariñoso, inocente, y necesita nuestra atención y nuestros cuidados para
convertirse en un adulto encantador. Para otros, el niño es egoísta, malvado,
hostil, cruel, calculador, manipulador, y sólo si doblegamos desde el principio
su voluntad y le imponemos una rígida disciplina podremos apartarlo del vicio y
convertirlo en un hombre de provecho.
Estas dos visiones antagónicas de la infancia impregnan nuestra cultura
desde hace siglos. Aparecen en los consejos de parientes y vecinos, y también
en las obras de pediatras, educadores y filósofos. Los padres jóvenes e
inexpertos, público habitual de los libros de puericultura (con el segundo hijo
sueles tener menos fe en los expertos y menos tiempo para leer), pueden encontrar
obras de las dos tendencias: libros sobre cómo tratar a los niños con cariño o
sobre cómo aplastarlos.
Los últimos, por desgracia, son mucho más abundantes, y por eso me he
decidido a escribir éste, un libro en defensa de los niños.
La orientación de un libro, o de un profesional, raramente es explícita.
En la solapa del libro tendría que decir claramente: «Este libro parte de la
base de que los niños necesitan nuestra atención», o bien: «En este libro
asumimos que los niños nos toman el pelo a la más mínima oportunidad. » Lo
mismo deberían explicar los pediatras y psicólogos en la primera visita.
Así, la gente sería consciente de las distintas orientaciones, y podría
comparar y elegir el libro o el profesional que mejor se adapta a sus propias
creencias. Consultar a un pediatra sin saber si es partidario del
cariño o de la disciplina es tan absurdo como consultar a un sacerdote sin
saber si es católico o budista, o leer un libro de economía sin saber si el
autor es capitalista o comunista.
Porque de creencias se trata, y no de ciencia. Aunque a lo largo de
este libro intentaré dar argumentos a favor de mis opiniones, hay que reconocer
que, en último término, las ideas sobre el cuidado de los hijos, como las ideas
políticas o religiosas, dependen de una convicción personal más que de un
argumento racional.
En la práctica, muchos expertos, profesionales y padres ni siquiera son
conscientes de que existen estas dos tendencias, y no se han parado a pensar
cuál es la suya. Los padres leen libros con orientaciones totalmente
diferentes, incluso incompatibles, se los creen todos e intentan llevarlos a la
práctica simultáneamente. Muchos autores les ahorran el trabajo, pues
ya escriben directamente híbridos contra natura. Son los que te dicen que tomar
al niño en brazos es buenísimo, pero que nunca lo cojas cuando llora porque se
acostumbra; que la leche materna es el más maravilloso alimento, pero que a
partir de los seis meses ya no alimenta; que los malos tratos a los niños
constituyen un gravísimo problema y un atentado a los derechos humanos, pero
que un cachete a tiempo hace maravillas... Vamos, «libertad dentro de un
orden».
Veamos un ejemplo clásico, en la obra del pedagogo Pedro de Alcántara
García, que escribía hace casi un siglo, citando al filósofo Kant:
Tan
perjudicial puede ser la represión constante y exagerada, como la complacencia
continua y extremosa. Kant nos ha dejado dicho a este respecto: «No debe
quebrantarse la voluntad de los niños, sino dirigirla de tal modo que sepa
ceder a los obstáculos naturales —los padres se equivocan ordinariamente
rehusando a sus hijos todo lo que les piden. Es absurdo negarles sin razón lo
que esperan de la bondad de sus padres—. Mas, de otra parte, se perjudica a los
niños haciendo cuanto quieren; sin duda que de este modo se impide que
manifiesten su mal humor, pero también se hacen más exigentes. » La voluntad se
educa, pues, ejercitándola y restringiéndola, por el ejercicio y la represión,
positiva y negativamente.
En conjunto, estos párrafos parecen bastante razonables, y bastante
favorables al niño (aunque la palabra «represión» hoy en día chirría un poco,
¿verdad? Seguimos reprimiendo a los niños, pero preferimos decir que los
formamos, encauzamos o educamos). Todo depende de qué se considere una
«complacencia extremosa». No hay que negarles cosas sin razón, pero si un niño
se va a tirar por la ventana, desde luego que no se lo hemos de permitir. Todos
de acuerdo.
Pero, ¿por qué precisamente al hablar de los niños hay que acordarse de
esas limitaciones? Tampoco permitiríamos que se tirase por la ventana un
adulto, ya sea nuestro padre o nuestro hermano, nuestra esposa o nuestro marido,
nuestra jefa o nuestra empleada. Pero eso es tan lógico que, al hablar de
personas adultas, no creemos necesario hacer la aclaración. Sustituya en los
párrafos anteriores al hijo por la esposa:
«En la
vida conyugal, tan perjudicial puede ser la represión constante y exagerada,
como la complacencia continua y extremosa. Se perjudica a las mujeres haciendo
cuanto quieren; sin duda que de este modo se impide que manifiesten su mal
humor, pero también se hacen más exigentes. »
En dos frases las ha llamado exigentes y malhumoradas. ¿A que da rabia?
Durante siglos, la mujer ha estado «naturalmente» sometida al marido, y
se escribían frases similares sin que nadie se escandalizase. Hoy nadie se
atrevería a hablar así de las mujeres, pero todavía nos parece normal hacerlo
de los niños.
Pensará algún lector que estoy cogiendo las cosas muy por los pelos, que
tampoco es para tanto, que estoy sacando de contexto las frases de Pedro de
Alcántara y que él en realidad era muy respetuoso con los niños. Pero es que
aquello no era más que el principio. Unas pocas páginas más adelante leemos: Para contener estos impulsos y evitar la
formación de semejantes hábitos, precisa oponer resistencia a los deseos de los
niños, contrariar sus caprichos, no dejarles hacer todo lo que quieran ni estar
con ellos tan solícitos como suelen estar muchos padres a sus menores
indicaciones.
Aquí ya no estamos hablando de impedir que el niño juegue con una
pistola, pegue a otro niño o rompa un jarrón, estamos hablando de no dejarle
hacer lo que quiere «porque sí», por el puro placer de contrariarle, cuando
acaba de decir que «Es absurdo negarles sin razón lo que esperan».
Parece que ni el autor ni sus lectores se daban cuenta de que había una
contradicción. Mucha gente se siente atraída por estas posiciones indefinidas,
por el «sí, pero... » y por el «no, aunque... », pues está muy extendida en
nuestra sociedad la idea de que los extremos son malos y en el medio está la
virtud. Pero no es así, al menos no en todos los casos. La virtud está, muchas
veces, en un extremo.
Un par de ejemplos en los que quiero creer que todos mis lectores
coincidirán: la policía jamás debe torturar a un detenido, el marido jamás debe
golpear a su esposa. ¿Le parece que estos «jamases» resultan demasiado
extremistas, tal vez fanáticos? ¿Debería adoptar una postura intermedia, más
conciliadora y comprensiva, como torturar poquito y sólo a asesinos y
terroristas, o pegar a la esposa sólo cuando ha sido infiel? Rotundamente no.
Pues bien, del mismo modo, no estoy dispuesto a aceptar que «un cachete
a tiempo» sea otra cosa que malos tratos, ni conozco ningún motivo por el que
haya que hacer caso a los niños de día pero no de noche.
El libro que tiene usted en sus manos no busca el «justo medio», sino
que toma claro partido. Este libro parte de la base de que los niños
son esencialmente buenos, de que sus necesidades afectivas son importantes y de
que los padres les debemos cariño, respeto y atención. Quienes no estén de
acuerdo con estas premisas, quienes prefieran creer que su hijo es un «pequeño
monstruo» y busquen trucos para meterlo en vereda, encontrarán (por desgracia,
pienso yo) otros muchos libros más acordes con sus creencias.
Este libro está a favor de los hijos, pero no debe pensarse por ello que
está en contra de los padres, pues precisamente sólo en la teoría del «niño
malo» existe ese enfrentamiento.
Quienes atacan al niño parecen creer que así defienden a los padres («un
horario rígido para que tú tengas libertad, límites para que no te tome el
pelo, disciplina para que te respete, dejarlo solo para que puedas tener tu
propia intimidad... »); pero se equivocan, porque en realidad padres e
hijos están en el mismo bando. A la larga, los que creen en la maldad de
los niños acaban atacando también a los padres: «No tenéis voluntad, lo estáis
malcriando, no seguís las normas, sois débiles... »
Pues la tendencia natural de los padres es la de creer que sus hijos son
buenos, y tratarlos con cariño. Una vez llegué demasiado pronto a mi consulta y
me entretuve charlando con el recepcionista. En la sala sólo había una madre,
con un bebé de pocos meses en un cochecito, esperando para otro colega.
El bebé se puso a llorar, y la madre intentó calmarlo moviendo el
cochecito adelante y atrás. Cada vez los llantos eran más desesperados, y los
paseos de la madre más frenéticos.
Cuando un niño llora con todas sus fuerzas, los minutos parecen horas.
«¿Qué hace? —pensé—. ¿Por qué no lo saca del coche y lo toma en brazos?» Esperé
y esperé, pero la madre no hacía nada. Finalmente, aunque nunca he sido amigo
de dar consejos no solicitados, me decidí a lanzar una indirecta lo más suave que pude: —¡Pero qué enfadado
está este niño! Parece que quiere brazos... Y entonces, como movida por un
resorte, la madre se abalanzó a sacar del coche a su hijo (que se calmó al
instante) y explicó: —Es que como dicen los pediatras que no es bueno
cogerlos... ¡No se atrevía a tomar a su hijo en brazos porque había un pediatra
delante! Aquel día comprendí cuánto poder tenemos los médicos y cuántas
presiones y temores deben soportar cada día las madres.
Esa misma explicación, «le cogería en brazos, pero como dicen que se mal
acostumbran... », la he oído docenas de veces en circunstancias menos
dramáticas. Todas las madres sienten el deseo de consolar a su hijo que
llora, y sólo una fuerte presión y un completo «lavado de cerebro» puede
convencerlas de lo contrario. En cambio, nunca he visto el caso opuesto:
una madre que espontáneamente prefiera dejar llorar a su hijo, pero lo tome en
brazos por obligación («le dejaría llorar, pero como dicen que eso les provoca
un trauma... »).
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