Trágica inundación en La
Plata
Domingo 07 de abril de
2013 | Publicado en edición impresa
Son simples vecinos que,
a la hora de la tragedia, no dudaron en poner en riesgo sus vidas para salvar
la de otros. Muchos batallaron contra el agua y la tempestad, nadando en el mar
bravío en el que se habían transformado las calles de La Plata. A caballo,
sobre un carro; sobre un bote o atados a una manguera contra incendios a la
cintura, sacaron lo mejor de ellos. Otros abrieron las puertas de sus casas a
simples desconocidos para alojarlos, confortarlos y mantenerlos a buen
resguardo. Luis, Liliana, Bruno, Juan Pablo, Franco, Graciela, Fernando.
Nombres. Tan sólo algunos nombres de los que, sin pensarlo, se transformaron en
las caras heroicas de la triste y trágica jornada.
JUAN PABLO RUIZ VILLOLDO
Juan Pablo, con el kayak con el que salvó a varios chicos del barrio. Foto: LA NACION / Silvana Colombo |
Un salvador de vidas en
el arroyo El Gato
Arrancó temprano con la
bici para ir a buscar a su padre y dejarlo seguro en su casa de 6 y 512.
Después, agarró su kayak, ese de 3,20 centímetros con el que sale a remar todos
los domingos, y se fue para el "fondo", ahí, a la orilla del arroyo
El Gato, donde se levantan las casas más humildes de la zona y a las que la
fuerza del agua más podía afectar. ¿Cuánta gente rescató durante la noche del
martes y la madrugada y mediodía del miércoles? Juan Pablo Ruiz Villoldo (45),
o "El Brujo", como lo conocen en Ringuelet, sonríe, y dice que no
tiene idea de cuánta gente fue. Sólo sabe que tuvo que cortar a las 14 del
miércoles por la hipotermia. "Estaba hacía horas sin comer, muerto de frío
y con las piernas negras", dice, mientras saluda con el nombre a cada uno
de los clientes que entran al polirrubro que tiene sobre la avenida 7.
Un palo de escoba para
marcar el camino y evitar peligros en una mano, la otra tirando de la soga de
un metro y medio. Los chicos arriba del kayak y los padres a los costados por
si alguno de los pequeños perdía el equilibrio. "La correntada era tan
fuerte que se armaban cascadas en las esquinas. Por momentos el agua me llegaba
al cuello", cuenta Juan Pablo, que una vez rescatados los llevaba, con
Jorge, un vecino que sumó otro kayak, hasta la delegación municipal que hay
sobre la 7, o hasta el club de Ringuelet donde también recibían evacuados.
En las idas y venidas se
topó con mucha gente que no quería dejar las casas: las mujeres y los niños
aceptaban irse con él, pero los padres, generalmente, quedaban arriba de los
techos de las casas para quedarse a cuidar los pocos bienes materiales que les
quedaban.
"En un momento
pregunté qué hora era y me dijeron que las 5.50. No podía creerlo",
cuenta. Él no se considera un héroe. Dice que lo hizo porque cuando vivía en el
barrio El Rincón, ahí en La Plata, estaba acostumbrado a que se inundara y a
salir con el kayak a ayudar a la gente. Pero después de esta inundación no son
pocos los que se acercan a ofrecerle plata -que él no acepta- e incluso comida
por lo que él hizo por ellos.
Pero el momento que al
recordarlo aún lo conmueve es cuando se le dio vuelta el kayak con una beba de
un mes de vida y su madre de unos quince, ahí a su lado: "Yo tiraba de
adelante y el ruido del agua era tan ensordecedor en las esquinas que no escuchaba
nada. Fueron los que caminaban al costado que agarraron al bebe".
Y hubo otro también en
que creyó que no salía. "No me daba el cuerpo y sólo tenía las piernas
para hacer fuerza -relata-. Llevaba una nena de cinco años sobre los hombros.
La correntada era muy fuerte. Y las piernas se me durmieron. Nunca me había
pasado. Y ahí dije: «Dios ayudame » . Fue algo sobrenatural. Seguí adelante. Si
no le pedía a Dios que me ayudara, esa vez no llegaba."
Por Fernando Massa
FERNANDO VAGLIATI
Graciela Obregón y su marido, Fernando,
en medio de las tareas de limpieza.
Foto: LA NACION / Silvana Colombo
|
Evitó la muerte segura
de dos anciano
Ya había oscurecido
cuando la camioneta 4x4 se quedó varada frente a su casa, en medio del ancho
río en que se había convertido la calle 526, en Tolosa. Desde la ventana,
Fernando Vagliati (46) y Graciela Obregón (44) veían pasar los minutos y subir
el agua, tanto que el auto ya flotaba, pero su conductor no se había movido.
"¿Estará vivo?", le preguntó Fernando a su esposa. "Sí, tiene
que estar vivo -dijo ella-. El vidrio de adelante está empañado, tiene que
estar respirando." Como las señas que le hicieron no alcanzaron para que
el hombre se bajara del auto, Fernando se decidió. Para su sorpresa, la puerta
del auto abrió con facilidad y lograron llevarlo hasta la casa. Resultó ser un
conocido médico de La Plata. Le dieron un toallón, una muda de ropa limpia y lo
refugiaron en el piso de arriba de la casa.
Al rato, Graciela empezó
a escuchar un susurro: "Fernando, Fernando". Entre tanto nerviosismo,
lo primero en que pensó ella fue en los padres de él, ya fallecidos. Detrás del
ruido de la lluvia, los murmullos persistían. Abrió entonces un ventiluz que da
al patio trasero y se dio cuenta de que los llamados venían de la casa de atrás,
de los Ferrara, una pareja de italianos de 86 y 87 años.
Otra vez, Fernando no
dudó. Salió por una ventana del lavadero, en el primer piso, a una especie de
balcón que da al patio. No se veía nada. Sólo distinguía una especie de pileta
que se había armado en ambos patios. Caminó por la cornisa de la medianera,
rompió una lona para el sol que protege el patio de los vecinos y... ahí se
quedó, en cuclillas sobre la medianera sin saber cómo seguir. Era la
desesperación. ¿Y si el agua estaba electrificada? ¿Y dónde caería? Fueron unos
minutos, ahí, inmóvil. Pero se tiró al agua. Y enseguida vio las rejas que
daban al patio cerradas. Por ese lado, sería imposible entrar. Todavía no sabe
de dónde sacó la fuerza y el ímpetu para trepar de nuevo la medianera y volver
a su casa. Ahí decidieron con Graciela ir a buscarlos juntos por la puerta de
adelante: caminar hasta la esquina, dar la vuelta hasta la casa de los Ferrara
y sacarlos.
"¡Necesitamos que
nos ayuden a rescatar a dos ancianos!", les gritó Graciela a unos vecinos
que desde el otro lado del boulevard les preguntaban qué hacían caminando
pegados a la pared hasta la esquina. Se les sumó un muchacho. Por suerte, la
puerta de los Ferrara estaba abierta: los encontraron parados ahí nomás, el
hombre adelante, ella más atrás. Por lo que sabían, el hombre ya casi no
caminaba. Ni siquiera hasta el baño. Pero la noche del martes lo encontraron
fuerte, tanto que caminó junto al muchacho que se acercó a dar una mano hasta
la casa de Fernando y Graciela. Fernando se ocupó de la señora, a la que tuvo
que alzar para que no la tapara el agua. "Me salvaste la vida,
Fernando", le repetía la señora. Él se largó a llorar.
Por Fernando Massa
GABRIEL VALENZUELA
Valenzuela (en primera fila, a la izquierda), junto a otros vecinos solidarios. Foto: LA NACION / Soledad Aznárez |
Un raid de auxilio en
moto, a caballo y en kayak
Cuando Gabriel
Valenzuela se despertó de la siesta, anochecía. Por la ventana vio como llovía;
pensó que el feriado estaba perdido y que lo mejor hubiera sido seguir
durmiendo. Jamás imaginó la odisea que viviría en las siguientes 24 horas.
Subido en un carro
tirado por un caballo y, luego, montado en una yegua; a pie; a nado; en
bicicleta y, finalmente, en un kayak, rescató a toda su familia en la trágica
madrugada de la inundación.
Gabriel, más conocido
como "el Chino", es peluquero. Apuraba unos mates cuando empezó a
recibir mensajes de texto de su cuñado, Pablo Tarantino, que estaba en 3 bis y
512, en Tolosa, con el agua entrando en su casa hasta con su mujer, su hijo y
su suegra. El Chino salió en una moto con la que apenas pudo hacer diez
cuadras. Tuvo que volver a su casa; cuando llegó se cruzó con Damián Rolón, un
vecino que junto a otros lugareños andaba en un carro a caballo tratando de
ayudar a los vecinos más afectados. Le contó lo que le pasaba y decidieron ir
al rescate.
Mientras avanzaban por
la calle cubierta de agua, el panorama era desolador. Desde techos y ventanas
les pedían auxilio. Cuando entraron en la casa de Tarantino cfasi los aplasta
un televisor que pasó flotando. Fueron alzando uno por uno a los habitantes de
la casa y los subieron al carro. Lograron llevarlos varias cuadras hasta un
sitio donde había tierra firme.
Luego volvieron hacia la
zona anegada para intentar otro salvamento. Atados entre sí con una soga, iban
Gabriel, Damián, Juan Ferres y Facundo Figueroa. El carretón flotaba y
Moncholo, el caballo que tiraba de él, era arrastrado por la correntada.
Decidieron regresar.
Eran las 5 cuando
montado en La Obera, otra yegua que le prestaron en el barrio, el Chino intentó
sin suerte llegar hasta lo de sus suegros, en 8 y 518 bis. Susana y Ángel
Tarantino estaban arriba del techo, empapados y con algunos golpes en el
cuerpo. Tuvo que esperar hasta las 8 que el agua bajara un poco y retornó. A
pie, con sus amigos y Rubén Pierrastegui, que se había sumado, tardaron una
hora y media para recorrer siete cuadras contra la corriente.
Eran las 10 y el Chino
seguía dando vueltas. Junto a Cristina Resutto salió en bicicleta hacia la casa
de su madre, Marta Bedecarras, en 6 entre 507 y 508. A medida que se acercaban
el agua les impedía avanzar. En 7 y 505 le ofrecieron un kayak y lo tomó. Así
logró rescatar a Marta.
A todos sus parientes el
Chino los fue llevando a su casa, la única de la familia que se había salvado.
Allí, a las 18 del miércoles, 24 horas después de empezar su raid de
salvamentos, el Chino cayó rendido. "Es increíble lo que pasó -dice-.
Ahora ni yo lo puedo creer, ni tuvimos en cuenta el riesgo que corrimos. La
verdad salimos sin pensar nada."
Por Pablo Morosi
BRUNO CARPINETTI
Socorrió a su vecina y a
su hijo discapacitado
Los veía pasar por
delante de su casa. Cada vez más gente pasaba caminando por el medio de la
calle 7 rumbo a lo que podía ser una trampa mortal. Bruno Carpinetti (44),
biólogo y ex guardaparques, sabía que el casco urbano de La Plata drena para
ese lado, pero con la Sudestada y la crecida del arroyo El Gato, esa zona de
Tolosa se había transformado en una inusual olla. Pero, ¿cómo explicarle eso a
quienes se dirigían hacia allá con la intención de rescatar a sus familiares?
"Esto no sucedió
jamás. Ahí debía haber un cordón de seguridad que lo impidiera -dice-. Pero,
claro, no había nadie. Si no hubiera existido esa solidaridad entre los
platenses, esto hubiera sido doscientas veces peor". Encima cuando
encendió la radio en busca de algún tipo de instrucción, como suele suceder
durante las catástrofes, sólo encontró música.
Con los vecinos de la
cuadra entonces se dedicaron a advertir de los peligros a la gente que caminaba
hacia allá, a refugiar a quienes no podían seguir adelante y darle una mano a
los autos que se quedaban empantanados, con una soga que maniobraban desde el
techo de su camioneta, cubierta por el agua.
Una de las personas que
acobijaron junto a su mujer, Lucrecia, en la parte de arriba de su casa, donde
se resguardaban sus hijos, era una señora que caminaba calle abajo con uno de
sus hijos y con la insulina para otro de ellos en la mano. La frenaron, le
dijeron que entrara, y le sirvieron té. Su hijo siguió adelante para llevar la
insulina a destino.
Pero en la casa de al
lado tampoco la estaban pasando bien. María, la vecina, había llevado a su hijo
discapacitado hasta un cuarto del fondo, alto, lejos del agua que ya les
llegaba al pecho. En el esfuerzo para subirlo hasta ahí, ella se lastimó una
pierna y ahí quedaron. Bruno aprovechó los techos del fondo para alcanzarles
hasta su ventana leche, galletitas y ropa para que pasaran la noche.
"A las cuatro de la
madrugada se cortó la luz. Desde la calle sólo se escuchaban los gritos de la
gente. El panorama era tan desolador que fue el único momento en que mi hija de
16 años, que con el novio estuvieron ayudando toda la noche, se quebró. Me
abrazó y me dijo ? papi, no se puede hacer más nada' . Yo le quise levantar el
ánimo hasta que me dijo que si yo le decía que íbamos a estar bien, íbamos a
estar bien", cuenta.
Sólo a las 9 de la
mañana llegó el Ejército y la Prefectura, pero nadie del gobierno municipal o
provincial. Bruno aprovechó esa presencia para volver hasta lo de su vecina.
Pateó la puerta delantera, entró y la sacó a ella y a su hijo. En la pared del
frente de la casa se veían impregnadas en una especie de carbonilla que traía
el agua las manos de quienes durante toda la noche se habían apoyado ahí para
no ser llevados por la corriente.
Por Fernando Massa
LILIANA SOSA
Liliana muestra el departamento donde acogió a decenas de personas. Foto: LA NACION / Silvana Colombo |
La mujer que albergó en
su casa a 36 vecinos
Sobre el piso sólo se
veían colchones. Uno pegado al otro hasta cubrir todo el departamento del
segundo nivel. Ahí, en no más de 30 metros cuadrados, Liliana Sosa y su marido,
Oscar Reguerio, lograron albergar a 36 personas la noche en que las lluvias y
la crecida del arroyo El Gato anegaron la zona más baja de Ringuelet.
Ya pasaron más de 48
horas desde esa fatídica noche, pero Liliana todavía no puede creer que no hubo
nadie que pusiera un bote para dar una mano en esa zona, a excepción de un par
de vecinos solidarios que arriesgaron la vida para salvar a otros.
"En las
inundaciones de 2002, hubo unos 40 o 50 centímetros de agua y esa vez sólo nos
tocó a la gente más humilde. Pero ésta nos tocó a todos los platenses. Acá en
el barrio hubo más de veinte muertos y hay chicos del barrio todavía
desaparecidos", cuenta a LA NACION en su casa a orillas del arroyo, donde
se suele entregar una copa de leche a los niños del barrio.
"Estábamos viendo
en la tele lo que había pasado en la Capital. Y pensamos que esta vez no nos
tocaba -cuenta Liliana-. Pero cuando el arroyo crece, a veces, ni te das
cuenta. Llovía y no paraba. Y ahí dijimos: «Estamos fritos »."
Lo primero que hicieron
con su marido, un referente social en el barrio, fue buscar a sus hijos para
reunirlos en la casa. Ya entre las 19 y las 20, el agua había entrado en todas
las habitaciones y cada vez crecía más. Encima, debían mantenerse atentos a que
no se metiese alguien en la casa para aprovechar la situación y llevarse algo.
"Cuando el agua nos
llegó a las rodillas, decidimos salir hasta el geriátrico que queda acá a una
cuadra, en 3 bis y 513, para ayudar a los viejos. Sacamos a tres y los subimos
hasta un departamento que estamos terminando para alquilar que queda ahí a unos
metros del geriátrico. Era complicado porque el agua te llevaba...",
cuenta. Ahora Liliana siente las consecuencias del esfuerzo: le duele bastante
el cuerpo de la cintura para abajo.
Al ver el tamaño del
departamento cuesta entender cómo pudieron albergar a tantas personas. Sin
embargo, ante la desesperación de la crisis se arreglaron sin problemas.
Liliana lo muestra en una foto que sacó con su celular: en el piso se ven
desplegados todos los colchones y cada uno de los refugiados ocupa un rincón.
Fueron pocos los que pudieron dormir.
Recién a las 11 de la
mañana del miércoles, cuando bajó el agua, pudieron devolver a los ancianos al
geriátrico. Necesitaban con urgencia atención: habían pasado una noche sin
poder cambiarse los pañales, ni higienizarse, sin su medicación y sin comida.
"Yo lo que
agradezco -dice Liliana- es que la familia nuestra está bien y que no tuvimos
que lamentar víctimas fatales. Lo demás es todo tan triste..."
Fernando Massa
GERARDO D'ONOFRIO
"Si nos moríamos,
nos moríamos los ocho"
Si nos moríamos, nos
moríamos los ocho juntos", dice Gerardo D'Onofrio (36), en la puerta de la
casa de sus padres, sobre la calle 526, en Tolosa. Ya habían pasado más de dos
días de la gran inundación y junto con su hermano Adrián seguían trabajando
para dejar todo en las mejores condiciones posibles luego del desastre.
Gerardo había llegado el
martes a la casa de sus padres. Al día siguiente, salía de vacaciones rumbo a
Brasil y su madre, Delia (72), le iba a dar una mano para dejar lista la ropa
que llevaba. Él estaba viendo al Barcelona cuando se largó a llover en La
Plata. Y desde que arrancó no paró. Con la lluvia, el agua empezó a crecer y
crecer. Cuando comenzó a entrar en la casa, la primera idea para que sus padres
no quedaran en el agua fue subirlos a una mesada de la cocina. Pero el agua no
dejaba de subir y después de una hora ahí arriba tuvieron que pensar en un
punto más alto dentro de la casa: un tanque de gas situado en un rincón del
quincho.
"Saqué a mi madre
de la cocina y la llevé hasta ahí arriba. La subimos con una escalera para que
no se quedara adentro del agua. Pero cuando quise volver a entrar a la casa no
pude porque la heladera se había caído y quedó atravesada detrás de la puerta.
Tuve que entrar a las patadas", cuenta Gerardo.
Mientras, en la casa de
al lado, Franco Lombardo y su hijo Lucas, de 18 años, ya habían ido a buscar a
la abuela que vive a la vuelta para refugiarla dentro de su casa, un poco más
alta que las demás. Los Lombardo y los D'onofrio no dejaron de mantenerse en
contacto en toda la noche. Gracias a eso, cuando el nivel del agua se volvió
imposible para quedarse en casa, los D'Onofrio le pidieron una mano a Franco
para que los fuera a buscar.
Esta vez Franco quiso ir
solo: el agua le llegaba al pecho, se veía poco y nada y la corriente sobre la
526 tiraba cada vez más. Cuando llegó a lo de los D'Onofrio, se dio cuenta de
que la pareja no quería irse: claro, temían dejar su casa sola. Entre Gerardo y
él los convencieron.
En lo de los Lombardo se
sumaron ocho personas en total. Los ocho arriba de una mesa hexagonal, y cuando
era necesario poner a alguien más alto, sumaban sillones para ganar altura.
"Fue la noche más
larga de mi vida, pensaba que habían pasado tres horas, miraba el reloj y
habían pasado sólo diez minutos", cuenta Franco. Y coincide con Gerardo en
que ningún representante del Estado les tocó el timbre para preguntarles si
necesitaban algo. Hoy está convencido de que si no se ayudaban entre ellos, no
pasaban de esa noche.
Sólo a las 10 del
miércoles apareció la Prefectura. Gerardo subió a sus padres al bote y cuando
se alejaban, se dio cuenta de que estaban llorando. "Pero lo más
importante es que estamos vivos", dice.
Por Fernando Massa
LUIS DE LUCA
Luis De Luca y su hijo Gustavo se pasaron
la noche rescatando gente.
Foto: LA NACION / Silvana Colombo
|
"Si no éramos
nosotros, no sé qué hubiera pasado"
Apenas terminó de
cortarle el pelo a un chico, en su local situado en una esquina de la calle 7,
en Ringuelet, Luis De Luca (60) se acomodó en un rincón y recordó las escenas
que más lo impactaron durante esa noche. Esa larga noche que, junto con su
hijo, un sobrino y el cuñado de éste, rescató con su gomón a unas 30 o 40
personas de las inundaciones que arrasaron La Plata. "Vi rostros que no quisiera
volver a ver -dice-. De todo esto no me olvido más."
Luis nació en la zona.
La conoce bien. Está seguro de que lo que más la complicó no fue sólo el agua
de lluvia que bajó desde la ciudad, sino también la sudestada que se levantó
sumado a la crecida del arroyo. Por eso apenas se dio cuenta de esta situación
fue hasta el garaje de su casa a buscar el gomón de 430 y motor de 15 caballos
de fuerza con el que ese mismo fin de semana largo había ido a pescar. Al
primero que subió fue a su padre, que está por cumplir los 92 años y que como
él previó, se negaba a dejar su casa. Costó convencerlo.
En la recorrida por las
calles del barrio, todas convertidas en canales, encontraron gente pidiendo
ayuda sentada sobre los techos de sus casas o gritando desde las ventanas. A
los que rescataban, los iban llevando a los dos puntos más cercanos donde recibían
a evacuados. Pero hay imágenes que lo golpearon más. La de una anciana del
geriátrico que "si la tocaban se rompía toda" y a la que tuvieron que
trasladar en la caja de una camioneta que se movía demasiado. Otra anciana con
la cadera rota, otra que estaba postrada en una cama... Y en ese momento fue
que Gustavo, el hijo de Luis, se preguntó dónde estaba la gente que sabe
manejar personas en esa situación delicada.
Para alcanzar a quienes
se refugiaban en los techos, arrimaban el bote lo más posible a las puertas,
rejas o garajes. Como sucedió esa noche en distintos puntos de La Plata, muchos
padres de familia elegían quedarse ahí arriba para cuidar las casas. Como lo
decidió el padre de una beba de dos meses y una niña de unos cinco años que
junto con su mujer habían subido hasta un altillo para protegerse de la
crecida.
"Habremos rescatado
con el gomón entre 30 o 40 personas y entre los tres gomones que andábamos por
la zona unas 100. Pero no hubo nadie más -dice Luis-. Si no éramos nosotros,
honestamente, no sé qué hubiera pasado. Lo que se ve hoy es que no estamos
preparados para estos desastres."
Pero cuando vuelve a
hablar de ese bote que salvó tantas vidas la noche del martes, Luis no puede
ocultar un detalle que para él significa mucho: hace dos años se lo regaló su
esposa, que falleció repentinamente el año pasado. Y ahora cree comprender del
todo el porqué de ese regalo.
Por Fernando Massa
EMILIANO MÉNDEZ
Emiliano, con su hijo en brazos,
junto a Gustavo Montero, otro héroe.
Foto: LA NACION / Rodrigo Néspolo
|
Se ató a una manguera
para salvar vidas
"Auxilio. Soy un
nene. Estoy mojado. Tengo hambre y frío!" Bajo una lluvia torrencial,
Emiliano Méndez (30) escuchó estos gritos desesperados. A la distancia podía
oír también los gritos de socorro de un hombre mayor. Entonces no sabía que
eran un abuelo, Jorge (74), con su nieto, Agustín (8), ambos arrastrados por la
furiosa correntada.
En la calle, el agua
acumulada ya superaba los dos metros de alto. Las voces del niño y de su abuelo
llegaban desde la esquina, a unos 50 metros del edificio de cinco pisos donde
vive Emiliano. El muchacho no lo dudó. Buscó la manguera para apagar incendios
situada junto al matafuegos de su edificio, se la ató a la cintura y salió al
rescate por entre los balcones y los techos vecinos. Pasó primero por entre las
rejas de casa pegada a su edificio, donde vive Gustavo Montero (37). El hombre,
trabajador de Astilleros Río Santiago, se unió al improvisado rescate. Los dos
se treparon a los techos y se descolgaron en la esquina de 26 y 36 donde el
agua corría, calle abajo, con furia letal.
Allí, trepado sobre las
rejas de la ventana de una casa, estaba Agustín, el niño que podía auxilio. En
frente, a unos pocos pasos imposibles de dar, Jorge se aferraba al tronco de un
árbol. Abuelo y nieto habían sido arrastrados unos 200 metros desde la esquina
de la calle 36 y 28.
Habían salido juntos,
tomados de la mano, para intentar llegar a la casa de Mariana, hija de Jorge y
mamá del pequeño. "Voy a cruzar a mi nieto o nos vamos a hogar los
dos", había dicho el abuelo. Jorge se proponía cruzar la calle y caminar
unos cien metros hasta la casa de su hija. Pero no pudo. La fuerza del agua lo
llevó dos cuadras calle abajo, donde Emiliano lo encontró aferrado a un árbol.
Los dos valientes
rescatistas alcanzaron al niño, que, trepado a la ventana, estaba cubierto por
el agua hasta el cuello. Lo empujaron para arriba y lo llevaron por los techos
hasta la casa de un vecino, donde el niño pasó la noche.
Después de salvar la
vida del pequeño, los rescatistas volvieron a la esquina donde permanecía el
abuelo. Oyeron gritos. "¡No puedo más...!"
"El hombre se nos
fue", dijo más tarde Emiliano. Luego de la tormenta, Jorge fue hallado
varias calles abajo, sin vida.
En las primeras horas
del miércoles, Agustín fue llevado por los vecinos que le dieron asilo durante
la noche a la casa de su mamá. Ésta permanecía estática, en estado de shock.
Estaba feliz de encontrar a su hijo. Y conmocionada por la ausencia, ya irremediable,
de su padre.
Emiliano, herido en un
pie, estaba profundamente turbado por no haber podido "agarrar" al
anciano. Pero fue un héroe que salvó la vida de su nieto.
Por María José Lucesole.
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