Madre jugando con su hijo-Pastel-1897
Mary Cassatt (1844-1926)
Museo Metropolitano, Nueva York, EEUU
|
En 1950, las Naciones
Unidas encargaron a John Bowlby un informe sobre las necesidades de los niños
huérfanos. Resultado de su trabajo es un libro que analiza el efecto de la
separación en los niños, sobre todo a partir de la observación de niños
ingresados en los hospitales, y de los niños de Londres que durante la guerra
fueron separados de sus padres y evacuados al campo para huir de los
bombardeos. Entre los efectos a corto plazo de la separación, era frecuente que
el niño mostrase alguna de las siguientes reacciones:
—Cuando vuelve la madre,
el niño se enfada con ella, o le niega el saludo y hace como si no la viera.
—El niño se muestra muy
exigente con su madre o con las personas que le cuidan; pide atención todo el
rato, quiere que todo se haga a su manera, tiene ataques de celos y tremendas
rabietas.
—Se relaciona con
cualquier adulto que tenga a mano, de una forma superficial pero aparentemente
alegre.
—Apatía, pérdida de
interés por las cosas, movimientos rítmicos (como si se meciera él solo), a
veces dándose golpes con la cabeza.En algunos casos, esos movimientos rítmicos
y golpes en la cabeza pueden ser normales. Así lo explica el Dr. Ferber (un
gran partidario de enseñar a dormir a los niños dejándoles llorar un minuto,
luego tres, luego cinco... En el resto del mundo suelen llamar «método Ferber»
a lo que en España ha sido adaptado como «método Estivill»):
Muchos niños se dedican
a algún tipo de conducta rítmica y repetitiva a la hora de acostarse, al
despertarse a medianoche o por la mañana. Se mecen a cuatro patas, giran la
cabeza a un lado y a otro, se golpean la cabeza contra la cabecera de sus camas
o la dejan caer repetidamente sobre la almohada o el colchón. Por la noche,
esto puede continuar hasta que caen dormidos, y por la mañana puede persistir
hasta que están plenamente despiertos. [...] Cuando las conductas rítmicas
comienzan antes de los dieciocho meses y desaparecen en su mayor parte antes de
los tres o cuatro años, no suelen ser síntoma de problemas emocionales. En la
mayor parte de los casos, los niños con tales hábitos están muy felices y
sanos, y en sus familias no se advierte ningún problema ni tensión.
Llama la atención la
doble vara de medir a la hora de decidir qué es o no una conducta normal: «Mi
hija se despierta a medianoche...» «Claro, llora y llama a sus padres. Lo que
tiene su hija es insomnio infantil por malos hábitos aprendidos; es una
alteración del sueño que, si no se cura a tiempo, puede provocar graves
secuelas psicológicas.» «No, no me ha entendido usted bien, doctor. Mi hija se
despierta, pero no llora ni llama a nadie; sólo se da golpes con la cabeza en
la pared. ¡Ah, bueno! Haber empezado por ahí. Si sólo se da golpes en la
cabeza, es totalmente normal, y no hay por qué preocuparse. “Volviendo a
Bowlby, nos recuerda que algunas de las más graves alteraciones observadas en
los niños separados de sus madres, en orfanatos y hospitales, dan una falsa
sensación de que todo va bien: Hay que hacer una advertencia especial sobre los
niños que responden con apatía o con una conducta alegre e indiscriminadamente
amistosa, puesto que las personas ignorantes de los principios de la salud
mental suelen llevarse a engaño. Estos niños suelen ser tranquilos, obedientes,
fáciles de manejar, bien educados y ordenados, y están físicamente sanos;
muchos de ellos incluso parecen felices. Mientras permanezcan en la
institución, no hay motivo aparente de preocupación; pero cuando la dejan se
hace pedazos, y es evidente que su adaptación era superficial y no estaba
basada en un verdadero crecimiento de la personalidad.
Pocos niños, por suerte,
permanecen en una institución (hospital u orfanato). Pero muchos se ven
separados de sus madres repetidamente unas horas cada día. El efecto no es tan
terrible, desde luego, pero existen similitudes. Hay niños que parecen
«tranquilos, obedientes..., incluso felices» en la guardería, pero rompen a
llorar desesperados en cuanto salen. O que parecen adaptarse muy bien a dormir
solos cada noche, pero «se hacen pedazos» en cuanto se abre una brecha en su
aislamiento: Bastará con que una sola vez hagáis lo que el niño os pida —agua,
una canción, darle la mano «un momento», brazos...— para que perdáis la
partida: todo lo que hayáis logrado [«enseñando» al niño a dormir solo] se
habrá esfumado.
Las consecuencias más
graves se producen tras separaciones largas, de varios días .Pero también las
separaciones breves tienen un efecto; de hecho, el método usado por los
psicólogos para comprobar si la relación madre-hijo es normal es el «test de la
situación extraña», en que se observa cómo reacciona un niño de un año cuando
su madre se ausenta de la habitación y vuelve a los tres minutos. Los efectos
de la separación son cada vez menos graves a medida que la edad del niño
aumenta, como nos recuerda Bowlby: Mientras que hay razones para creer que
todos los niños menores de tres años, y muchos de los que tienen entre tres y
cinco, sufren con la deprivación, en el caso de aquéllos entre cinco y ocho es
probablemente sólo una minoría, y surge la pregunta: ¿por qué unos y no otros?
Pues bien, ese factor
que hace que unos niños soporten la separación mejor que otros es, según
Bowlby, la relación previa con su madre. Una relación que tiene efectos
aparentemente contrarios según la edad.
En los menores de tres
años, cuanto mejor era la relación con la madre, más se altera la conducta del
niño tras la separación. Los niños que ya eran maltratados o ignorados en su
casa, apenas lloran cuando los llevan a un orfanato o a un hospital. Pero eso
no significa que toleren mejor la pérdida, sino que ya no tenían casi nada que
perder. No muestran la respuesta normal de un niño sano de su edad.
En cambio, entre los
niños de cinco a ocho años, aquellos que han tenido una más sólida relación con
la madre, los que recibían más mimos y pasaban más tiempo en brazos, son los
que mejor soportan la separación. El estrecho contacto de los primeros años les
ha dado la fuerza necesaria para soportar las adversidades, lo que hoy conocen
los psicólogos como resiliencia.
Charles Dickens lo
explicó ya muy bien hace siglo y medio:
Vio a los que habían sido cuidados con delicadeza y criados
con ternura mantenerse alegres ante las privaciones y superar sufrimientos que
hubieran aplastado a muchos de una madera más basta, porque llevaban en su seno
los fundamentos de la felicidad, la satisfacción y la paz.
Papeles póstumos del club Pickwick
Afirma Bowlby que la
relación, el vínculo afectivo que se establece entre madre e hijo, es el modelo
para todas las relaciones afectivas que el individuo establecerá durante el
resto de su vida. La relación con la madre se extiende luego al padre, los
hermanos y otros familiares; a los amigos, compañeros y profesores; a la propia
pareja y a los hijos.
Llegó a esta conclusión
partiendo, no como otros muchos psiquiatras del estudio del adulto y sus
borrosos recuerdos de la infancia, sino de la observación de los niños y de las
crías de otras especies.
A lo largo de este libro
vamos a aprovechar este paralelismo entre la relación madre—hijo y otros
vínculos afectivos para explicar por analogía algunos aspectos del comportamiento
infantil, recorriendo en sentido contrario el camino que recorrió Bowlby.
Muchas conductas que en
los niños se atribuyen alegremente a «capricho», «teatro» o «malcriamiento» se
aceptan como legítimas cuando las realiza un adulto. Debemos dejar claro, sin
embargo, que estas analogías son puramente didácticas: lo que sabemos sobre la
conducta de los niños no se ha averiguado observando a los adultos y haciendo
deducciones, sino observando a los niños directamente.
Imagine que un domingo
su marido y usted están en casa. Trajinando cada uno en sus cosas, se cruzan
una docena de veces por el pasillo. ¿Se paran uno frente a otro, se saludan, se
abrazan? Claro que no. La mayor parte de las veces se cruzan sin mirarse, sin
decirse una palabra.
Ahora su marido sale a
comprar el postre. ¿No dice «adiós cuando se va» y «¡ya estoy aquí!» cuando
viene? Como apenas ha estado quince minutos fuera, es posible que usted ni
siquiera se dirija a la puerta para recibirle, sino que siga haciendo sus cosas
y le grite un «hola» desde lejos.
Al día siguiente, su
marido vuelve del trabajo. Ha estado nueve horas fuera de casa.
¿No intenta usted ir a
la puerta a saludarle? ¿No le ofrece un beso (y espera correspondencia)? ¿No es
un poco más elaborado el ritual de salutación? Algo así como:
—Hola, cariño.
—Hola.
— ¿Cómo te ha ido?
—Bien.
En este momento, el
marido medio escapa y se dirige a la televisión. Durante los primeros meses de
casados, usted esperaba una explicación un poco más larga. Pero a estas alturas
ha comprendido que los hombres son así y hay que aceptarlos.
Imagine ahora que su
marido se va una semana a Nueva York en viaje de negocios.
A la vuelta, se
desarrolla una escena habitual:
—Hola, cariño.
—Hola.
— ¿Cómo te ha ido?
—Bien.
Y se va a ver la tele...
¿Cómo se queda usted? ¿Se lo va a permitir?
— ¿Cómo que bien? ¡Pero
cuéntame algo! ¿Qué has hecho? ¿Qué has visto? ¿Qué os daban de comer? ¿Subiste
al Empire State? ¿Qué me has comprado? ¡Será posible, pasar una semana en Nueva
York y no contar nada! ¡Dame un beso...! ¿Es que ya no me quieres?
La separación de dos
personas unidas por un vínculo afectivo produce intranquilidad en ambas. Para
volver a tranquilizarse necesitan un contacto físico y verbal especial (y a
veces otras muestras de cariño y atención, como un regalo), contacto que será
más largo y complejo cuanto más larga haya sido la separación. Si una de las
personas niega ese contacto tranquilizador, la otra suele responder con más
intranquilidad, y a veces con hostilidad. Al final, harán falta más palabras y
más contacto para tranquilizarla (es decir, habrá que disculparse).
El primer ejemplo,
encontrarse por el pasillo cuando los dos están en casa, no requiere un
contacto especial, porque ni siquiera ha habido una separación. Los dos estaban
en casa y, por tanto, estaban «juntos».
Sin embargo, entre un
bebé y sus padres, la cosa cambia. Irse a otra habitación es para el niño una
separación, porque no sabe a dónde se ha ido su madre. Tardará varios años en
comprender que mamá está en la habitación de al lado y que por tanto «no se ha
ido». Y la escala es diferente: unos minutos son para su hijo como varias
horas, unas horas le parecen como días o meses, y unos metros le parecen
kilómetros. ¿Comprende ahora por qué su hijo se pone a llorar en cuanto usted
sale de la habitación, por qué cuando usted va a trabajar o cuando él ha estado
en el hospital pide más brazos y más atención, por qué al salir de la guardería
insiste en contarle con lengua de trapo lo que ha hecho, y le pide que le
compre chuches?
A veces, el niño pide un
caramelo, un helado o un juguete porque lo desea. No decimos, por supuesto, que
le tenga que comprar todo lo que pide; eso dependerá de su economía, de su
dieta (es decir, de cuántos helados y caramelos pida su hijo cada semana), de
la cantidad de juguetes que tenga en casa y del caso que les haga... Lo que
decimos en este libro es que si decide no darle lo que pide, sea por un motivo
racional (porque ya tiene muchos juguetes, porque es muy caro, porque los caramelos
son malos para los dientes...), pero no simplemente para «educarlo», para que
«aprenda a no salirse con la suya», no le diga «no» a su hijo sólo para
fastidiar.
Otras veces, en cambio,
los niños piden golosinas o juguetes simplemente para «llamar la atención». Si
a la salida del colegio sus padres no muestran suficiente interés por sus
explicaciones, se impacientan ante su lengua de trapo, le corrigen
continuamente en vez de escucharle con paciencia, le dan pocos besos y abrazos,
se niegan a llevarle en brazos, o incluso le saludan con hostilidad (« ¡Qué
manos llevas! ¿Es que no te lavas las manos antes de salir? ¡Pero mira cómo te
has puesto los pantalones nuevos! ¡Y los botones de la bata! ¿Es que te crees
que estoy yo aquí para coser botones todo el santo día?»), el niño
probablemente pedirá todo lo que haya en el primer escaparate. Está pidiendo
una prueba de amor. Una prueba de amor equivocada, pues el verdadero amor se
demuestra con respeto, contacto y comprensión, no con regalos y golosinas.
Para los padres, este
falso cariño consistente en la acumulación de bienes materiales puede resultar
muy atractivo. El tiempo es oro, pero sólo hay veinticuatro horas en un día. Si
tienes suficiente oro del otro, puede resultarte más «barato» comprarle a tu
hija una muñeca que habla y camina que jugar con ella una hora al día con una
muñeca normal. Y así, poco a poco, vamos «malcriando» al niño; es decir,
enseñándole a dar más importancia a las cosas materiales que a los seres
humanos. No es la simple acumulación de riquezas lo que produce el
malcriamiento; los niños ricos tienen siempre más cosas que los pobres, y sin
embargo hay pobres malcriados y ricos que no lo están. «Malcriar» significa
«criar mal»; es decir, con poco cariño, pocos brazos, poco respeto, pocos
mimos. Es imposible malcriar a un niño por hacerle mucho caso, cogerlo mucho en
brazos, consolarle mucho cuando llora o jugar mucho con él.
Decíamos que el domingo,
al cruzarse por el pasillo, no hace falta saludarse porque no ha habido
separación. Pero si un matrimonio pasa un domingo entero sin cruzarse una
palabra o una mirada, sin darse un beso o un abrazo, ¿no pensará usted que
están al borde del divorcio? Incluso en compañía constante, dos personas unidas
por un vínculo afectivo necesitan hacer algo juntos de vez en cuando. Si usted
lo olvida, su hijo se lo recordará.
No quiere ir a la
guardería En muchas separaciones cotidianas se observan efectos similares a los
descritos por Bowlby, y tanto madres como profesionales continúan interpretando
mal los hechos.
Susana nos escribe cómo
reacciona su hijo ante la separación:
Ramón empezó la semana
pasada la guardería. Tiene casi dos años y nunca había ido; bueno, dos meses el
año pasado, nada más... El tema es que desde que ha empezado a ir, concretamente
desde el segundo día, me está sometiendo a un chantaje emocional descarado. Y
eso me está dejando «agotada». Se despierta alegre, como siempre, desayuna, ve
los dibujos de por la mañana y entonces..., hala..., a decir sin parar: «mami,
colé no; mami, colé no...»; así puede estar hasta media hora. Y con cara de
pena, claro. De camino a la guarde, bien, hasta que la ve. Ahí sí empieza la
función teatral: «mami, un paseso (paseo); mami guapa; mami, colé no; mami,
besos; mami, mimos; mami, vamos; a casa a dormir...», acompañado, eso sí, de
lágrimas de cocodrilo y cara de pena... Al cogerle su «seño» es como si le
estuvieran matando; pobrecillo, cómo llora..., y yo, pues, con las lágrimas a
punto de asomar. Me voy a casa hecha un «asquito». Me siento mal, me replanteo
la situación, pienso si hice bien, pienso que sí, que necesito tiempo para
buscar trabajo, que le vendrá bien... (eso todos los días desde el lunes
pasado). Bueno, a la una menos cuarto estoy allí ya, pobre, para que no llore
más..., y, ¿qué veo? Está jugando, tan alegre, con los niños. Y sin ojeras, o
sea, que no ha llorado apenas. Pero..., cuando me ve..., hala..., «mami, a upa;
mami, a casa; mami colé no...». Otra vez lo mismo, ya sin lágrimas. Entonces la
directora me cuenta, muerta de risa, que no ha llorado en toda la mañana, que
según me fui se le pasó, que como mucho pregunta: « ¿dónde está mami?».
Es lo mismo cada día.
Por las tardes en casa es horrible. Sólo quiere estar conmigo, no puedo ir ni
al baño sin oírle llamarme y lloriquear. Por la noche, si se despierta y va su
padre, dice que mami. Si voy a comprar tiene que ser con él...
Ramón muestra varias
reacciones típicas ante la separación: pegarse como una lapa a su madre y
exigir atención continua, mostrarse aparentemente tranquilo y colaborador
cuando está en la guardería, desmoronarse en cuanto sale de ella... Parece que
es precisamente el hecho de que no llore en la guardería lo que convence a la
madre de que todo es «cuento». ¿Qué necesitaría esta madre para comprender que
su hijo sufre de verdad? ¿Que llore sin parar todas las horas que está en la
guardería? Nadie llora tanto.
Ante las mayores
desgracias y calamidades, el ser humano llora un rato y luego sigue adelante.
La gente no llora todo el rato ni en los funerales, ni en los hospitales, ni en
la cárcel, ni en el campo de concentración. El que dejen de llorar, incluso el
que «saquen pecho» e intenten soportar con entereza su situación, no significa
que hayan dejado de sufrir.
Vimos más atrás cómo,
entre los menores de tres años, son precisamente los que mejor relación tienen
con su madre los que muestran más sufrimiento al separarse. La espectacular
reacción de Ramón nos demuestra, precisamente, que quiere mucho a su madre y
que ella le había tratado siempre muy bien. ¡Lástima que Susana no lo sepa!
Lo trágico del caso es
que esta incomprensión puede aumentar el sufrimiento. Lo ideal, no nos
engañemos, sería que Ramón no fuera a la guardería hasta dentro de unos meses.
Pero eso no siempre es posible; Susana necesita buscar trabajo, y no puede
dejar de llevar a su hijo a la guardería. No, no es el fin del mundo. Es una
separación relativamente corta que se puede compensar. Ramón le está explicando
a su madre cómo compensar la separación, cómo sanar la herida: le pide que pase
con él toda la tarde, que acuda por la noche cuando él la llama (sospechamos
que preferiría directamente dormir con ella), que le lleve cuando vaya a
comprar, que le dé muchos brazos y muchos mimos. Susana podría darle todo esto
y sentirse mejor al hacerlo, y sanar también la herida que ella misma sufre con
la separación. Pero la maestra (teóricamente una experta en educación infantil)
tampoco sabe reconocer los efectos de la separación en un niño de esta edad, y
se ha reído del sufrimiento del niño. Susana ha tomado, trágicamente, el camino
opuesto: en vez de admitir que su hijo sufre de verdad, en vez de apretarlo
contra su corazón y sentir rabia contra el sistema económico que la obliga a
buscar trabajo con un niño tan pequeño, está intentando convencerse a sí misma
de que el sufrimiento de su hijo es teatro y sus lágrimas son de cocodrilo.
Susana siente ahora rabia contra su propio hijo, le acusa de practicar el
chantaje emocional. ¿Cómo podrán ahora recuperar o compensar lo perdido?
Fuente:
Bésame mucho cómo criar a tus hijos con amor Carlos González, La respuesta a
la separación. Páginas 30, 31, 32, 33, 34, 35, 36
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Hola, si leíste el post, seguro tenés algo que comentar, pues hacelo!!!