Libro Comer, amar, mamar,
Dr. Carlos González, pediatra catalán
Capítulo uno
Hemos tomado prestado
este título de un cuento de Mark Twain no para hablar, como él, de dos niños
concretos, sino de todos y cada uno de los niños, del Niño en general. ¿Son los
niños buenos o malos? Pues de todo habrá, pensará el lector. Cada niño es
distinto, y probablemente la mayoría, lo mismo que los adultos, serán normales
tirando a buenos.
Sin embargo, y dejando
aparte los méritos propios de cada niño, mucha gente (padres, psicólogos,
maestros, pediatras y público en general) tiene una opinión predeterminada y
general sobre la bondad o maldad de los niños. Son «angelitos» o «pequeños
tiranos»; lloran porque sufren o porque nos toman el pelo; son criaturas
inocentes o «saben latín»; nos necesitan o nos manipulan.
De esta concepción
previa depende que veamos a nuestros propios hijos como amigos o enemigos. Para
unos, el niño es tierno, frágil, desvalido, cariñoso, inocente, y necesita
nuestra atención y nuestros cuidados para convertirse en un adulto encantador.
Para otros, el niño es egoísta, malvado, hostil, cruel, calculador, manipulador,
y solo si doblegamos desde el principio su voluntad y le imponemos una rígida
disciplina podremos apartarlo del vicio y convertirlo en un hombre de provecho.
Estas dos visiones
antagónicas de la infancia impregnan nuestra cultura desde hace siglos.
Aparecen en los consejos de parientes y vecinos, y también en la sobras de
pediatras, educadores y filósofos. Los padres jóvenes e inexpertos público
habitual de los libros de puericultura (con el segundo hijo sueles tener menos
fe en los expertos y menos tiempo para leer), pueden encontrar obras de las dos
tendencias: libros sobre cómo tratar a los niños con cariño o sobre cómo
aplastarlos. Los últimos, por desgracia, son mucho más abundantes, y
Por eso me he decidido a
escribir este, un libro en defensa de los niños.
La orientación de un
libro, o de un profesional, raramente es explícita. En la solapa del libro
tendría que decir claramente: «Este libro parte de la base de que los niños
necesitan nuestra atención», o bien: «En este libro asumimos que los niños nos
toman el pelo a la más mínima oportunidad». Lo mismo deberían explicarlos
pediatras y psicólogos en la primera visita. Así, la gente sería consciente de
las distintas orientaciones, y podría comparar y elegir el libro o el
profesional que mejor se adapta a sus propias creencias. Consultar a un
pediatra sin saber si es partidario del cariño o de la disciplina es tan
absurdo como consultara un sacerdote sin saber si es católico o budista, o leer
un libro de economía sin saber si el autor es capitalista o comunista.
Porque de creencias se
trata, y no de ciencia. Aunque a lo largo de este libro intentaré dar
argumentos a favor de mis opiniones, hay que reconocer que, en último término,
las ideas sobre el cuidado de los hijos, como las ideas políticas o religiosas,
dependen de una convicción personal más que de un argumento racional.
En la práctica, muchos
expertos, profesionales y padres ni siquiera son conscientes de que existen
estas dos tendencias, y no se han parado a pensar cuáles la suya. Los padres
leen libros con orientaciones totalmente diferentes, incluso incompatibles, se
los creen todos e intentan llevarlos a la práctica simultáneamente.
Muchos autores les
ahorran el trabajo, pues ya escriben directamente híbridos contra natura. Son
los que te dicen que tomar al niño en brazos es buenísimo, pero que nunca lo
cojas cuando llora porque se acostumbra; que la leche materna es el más maravilloso
alimento, pero que a partir de los seis meses ya no alimenta; que los malos
tratos a los niños constituyen un gravísimo problema y un atentado a los
derechos humanos, pero que un cachete a tiempo hace maravillas... Vamos,
«libertad dentro de un orden».
Veamos un ejemplo
clásico, en la obra del pedagogo Pedro de Alcántara García, que en 1909 citaba
al filósofo Kant:1 Tan perjudicial puede ser la represión constante y
exagerada, como la complacencia continua y extremosa. Kant nos ha dejado dicho
a este respecto: «No debe quebrantarse la voluntad de los niños, sino dirigirla
de tal modo que sepa ceder a los obstáculos naturales —los padres se equivocan
ordinariamente rehusando a sus hijos todo lo que les piden. Es absurdo negarles
sin razón lo que esperan de la bondad de sus padres—. Mas, de otra parte, se
perjudica a los niños haciendo cuanto quieren; sin duda que de este modo se
impide que manifiesten su mal humor, pero también se hacen más exigentes». La
voluntad se educa, pues, ejercitándola y restringiéndola, por el ejercicio y la
represión, positiva y negativamente.
En conjunto, estos
párrafos parecen bastante razonables, y bastante favorables al niño (aunque la
palabra «represión» hoy en día chirría un poco, ¿verdad?
Seguimos reprimiendo a
los niños, pero preferimos decir que los formamos, encauzamos o educamos). Todo
depende de qué se considere una «complacencia extremosa». No hay que negarles
cosas sin razón, pero si un niño se va a tirar por la ventana, desde luego que
no se lo hemos de permitir.
Todos de acuerdo.
Pero ¿por qué
precisamente al hablar de los niños hay que acordarse de esas limitaciones?
Tampoco permitiríamos que se tirase por la ventana un adulto, ya sea nuestro
padre o nuestro hermano, nuestra esposa o nuestro marido, nuestra jefa o
nuestra empleada. Pero eso es tan lógico que, al hablar de personas adultas, no
creemos necesario hacer la aclaración. Substituya en los párrafos anteriores al
hijo por la esposa: «En la vida conyugal, tan perjudicial puede serla represión
constante y exagerada, como la complacencia continua y extremosa. Se perjudica
a las mujeres haciendo cuanto quieren; sin duda que de este modo se impide que
manifiesten su mal humor, pero también se hacen más exigentes». En dos frases
las ha llamado exigentes y malhumoradas. ¿A que da rabia?
Durante siglos, la mujer
ha estado «naturalmente» sometida al marido, y se escribían frases similares
sin que nadie se escandalizase. Hoy nadie se atrevería a hablar así de las
mujeres, pero todavía nos parece normal hacerlo de los niños.
Pensará algún lector que
estoy cogiendo las cosas muy por los pelos, que tampoco es para tanto, que
estoy sacando de contexto las frases de Pedro de Alcántara y que él en realidad
era muy respetuoso con los niños. Pero es que aquello no era más que el
principio. Unas pocas páginas más adelante leemos: Para contener estos impulsos
y evitar la formación de semejantes hábitos, precisa oponer resistencia a los
deseos de los niños, contrariar sus caprichos, no dejarles hacer todo lo que
quieran ni estar con ellos tan solícitos como suelen estar muchos padres a sus
menores indicaciones.
Aquí ya no estamos
hablando de impedir que el niño juegue con una pistola, pegue a otro niño o
rompa un jarrón. Estamos hablando de no dejarle hacer lo que quiere «porque
sí», por el puro placer de contrariarle, cuando acaba de decir que «es absurdo
negarles sin razón lo que esperan». Parece que ni el autor ni sus lectores se
daban cuenta de que había una contradicción.
Mucha gente se siente
atraída por estas posiciones indefinidas, por el «sí, pero... » y por el «no,
aunque...», pues está muy extendida en nuestra sociedad la idea de que los
extremos son malos y en el medio está la virtud. Pero no es así, al menos no en
todos los casos. La virtud está, muchas veces, en un extremo.
Un par de ejemplos en
los que quiero creer que todos mis lectores coincidirán: la policía jamás debe
torturar a un detenido, el marido jamás debe golpear a su esposa. ¿Le parece
que estos «jamases» resultan demasiado extremistas, tal vez fanáticos? ¿Debería
adoptar una postura intermedia, más conciliadora y comprensiva, como torturar
poquito y solo a asesinos y terroristas, o pegar a la esposa solo cuando ha sido
infiel? Rotundamente no. Pues bien, del mismo modo, no estoy dispuesto a aceptar
que «un cachete a tiempo» sea otra cosa que malos tratos, ni conozco ningún
motivo por el que haya que hacer caso a los niños de día pero no de noche.
El libro que tiene usted
en sus manos no busca el «justo medio», sino que toma claro partido. Este libro
parte de la base de que los niños son esencialmente buenos, de que sus
necesidades afectivas son importantes y de que los padres les debemos cariño,
respeto y atención. Quienes no estén de acuerdo con estas premisas, quienes
prefieran creer que su hijo es un «pequeño monstruo» y busquen trucos para
meterlo en vereda, encontrarán (por desgracia, pienso yo) otros muchos libros
más acordes con sus creencias.
Este libro está a favor
de los hijos, pero no debe pensarse por ello que está en contra de los padres,
pues precisamente solo en la teoría del «niño malo» existe ese enfrentamiento.
Quienes atacan al niño parecen creer que así defienden a los padres («un
horario rígido para que tú tengas libertad, límites para que note tome el pelo,
disciplina para que te respete, dejarlo solo para que puedas tener tu propia
intimidad...»); pero se equivocan, porque en realidad padres e hijos están en
el mismo bando. A la larga, los que creen en la maldad de los niños acaban
atacando también a los padres: «No tenéis voluntad, lo estáis malcriando, no
seguís las normas, sois débiles...».
Pues la tendencia
natural de los padres es la de creer que sus hijos son buenos, y tratarlos con
cariño. Una vez llegué demasiado pronto a mi consulta y me entretuve charlando
con el recepcionista. En la sala solo había una madre, con un bebé de pocos
meses en un cochecito, esperando para otro colega. El bebé se puso a llorar, y
la madre intentó calmarlo moviendo el cochecito adelante y atrás. Cada vez los
llantos eran más desesperados, y los paseos de la madre más frenéticos. Cuando
un niño llora con todas sus fuerzas, los minutos parecen horas. «¿Qué hace?
—pensé—. ¿Por qué no lo saca del coche y lo toma en brazos?» Esperé y esperé,
pero la madre no hacía nada. Finalmente, aunque nunca he sido amigo de dar
consejos no solicitados, me decidí a lanzar una indirecta lo más suave que pude:
— ¡Pero qué enfadado está este niño! Parece que quiere brazos...
Y entonces, como movida
por un resorte, la madre se abalanzó a sacar del coche a su hijo (que se calmó
al instante) y explicó: —Es que como dicen los pediatras que no es bueno
cogerlos... ¡No se atrevía a tomar a su hijo en brazos porque había un pediatra
delante!
Aquel día comprendí
cuánto poder tenemos los médicos y cuántas presiones y temores deben soportar
cada día las madres. Esa misma explicación, «le cogería en brazos, pero como
dicen que se malacostumbran...», la he oído docenas de veces en circunstancias
menos dramáticas.
Todas las madres sienten
el deseo de consolar a su hijo que llora, y solo una fuerte presión y un
completo «lavado de cerebro» puede convencerlas de lo contrario. En cambio,
nunca he visto el caso opuesto: una madre que espontáneamente prefiera dejar
llorar a su hijo, pero lo tome en brazos por obligación («le dejaría llorar,
pero como dicen que eso les provoca un trauma...»).
La puericultura elástica
Si hay un ángel que
anota las penas de los hombres, así como sus pecados, bien sabe cuántas y cuán
profundas son las penas nacidas de falsas ideas de las que nadie tiene la
culpa.
GEORGE ELIOT, Silas
Marner
Otro importante problema
es que, a menudo, las palabras de los libros y de los expertos son tan
imprecisas que admiten cualquier interpretación.
Una vez escuché durante
más de media hora a un psicólogo que hablaba sobre la educación de los niños
ante un grupo de madres y padres. No entendí nada. En realidad, sospecho que no
dijo nada. Al final, todos le aplaudieron. Consciente o inconscientemente,
algunos expertos en educación parecen adoptar el método de los redactores de
horóscopos: decir generalidades vacías de contenido con las que cualquiera
puede identificarse. Si yo digo, por ejemplo, «los géminis son cariñosos y
leales, aunque no les gusta que les tomen el pelo», muchos de mis lectores
géminis pensarán que he descrito a la perfección su personalidad. ¿Y si hubiera
dicho «los sagitario son cariñosos y leales...»? Otro completo acierto. Claro,
todo el mundo es (o cree ser) más o menos así. Nadie reconoce ser arisco o
traicionero, nadie quiere que le tomen el pelo.
Del mismo modo, ¿quién
no estaría de acuerdo en que «los padres deben encauzar las potencialidades de
sus hijos, pero sin limitar su creatividad»? Los padres de Marta y de Enrique,
dos niños de seis años, están de acuerdo. Marta sale de casa a las siete de la
mañana y vuelve a las seis o siete de la noche tras comer en el colegio y
estudiar inglés, informática y danza después de clase. La recoge una canguro
que la cuida hasta que vuelven sus padres. Por su parte, el padre de Enrique ha
dejado el trabajo para poder cuidar de su hijo.
Enrique come en casa, y
dos días por semana estudia guitarra porque le gusta, no porque sea necesario
pasar de algún modo las horas hasta que vuelven sus padres.
Los dos padres están
convencidos de que están haciendo exactamente lo que recomienda el experto:
ellos hacen lo posible por encauzar las potencialidades de sus hijos. Solo les
preocupa un poco lo de «limitar la creatividad». ¿No la estarán limitando sin
darse cuenta? El papá de Enrique decide que a partir de ahora no solo jugará
con su hijo al fútbol, sino también al baloncesto (tal vez no sea bueno
centrarse en un solo deporte); el de Marta decide apuntarla a piano dos días
por semana, de siete a ocho de la tarde, para completar su educación.
Y usted, ¿cree que Marta
y Enrique están recibiendo la misma educación?
Muchas veces, las frases
son tan elásticas que se les puede dar la vuelta como a un calcetín. Si le ha
gustado «los padres deben encauzar las potencialidades de sus hijos, pero sin
limitar su creatividad», ¿qué me dice de «los padres deben permitir que las
potencialidades de sus hijos fluyan libremente, pero poniendo límites a su
desordenada creatividad»? Al verlas juntas, se da usted cuenta de que estas dos
frases son exactamente opuestas; pero si hubiera leído una en un libro y meses
después la otra en otro libro, probablemente no habría notado la diferencia.
¿Y qué decir de una
frase como «el vínculo afectivo entre madre e hijo debe ser lo suficientemente
sólido para dar seguridad al niño, pero sin caer en la sobreprotección, para no
ahogar el desarrollo de su personalidad»? ¿Qué significa esto? ¿Cómo es de
sólido un vínculo lo suficientemente sólido, dónde está el «vinculómetro» para
medirlo? ¿Es posible ahogar el desarrollo de una personalidad? ¿Y cómo? ¿Cómo
se distingue, de mayores, a quienes tienen la personalidad «ahogada»? Al oír
esta frase, dos madres, Isabel y Yolanda, se quedan un poco preocupadas. La
hija de Isabel, de diez meses, va a la guardería nueve horas al día, y al salir
la recoge la abuela, que la cuida de cinco a ocho. Isabel sospecha que su
suegra está malcriando y consintiendo a la niña, y se pregunta si no sería
mejor contratar a una canguro para esas horas, antes de que ahoguen por
completo la personalidad de su tierna hija. Yolanda ha pedido excedencia en el
trabajo para cuidar a su hijo de diez meses, que toma pecho y duerme en la cama
de sus padres; pero el martes pasado fue a la peluquería, había más cola de la
que esperaba, y al volver su marido le dijo que el niño había llorado mucho. «
¿Se habrá roto nuestro vínculo afectivo?», se pregunta Yolanda; « ¿se volverá
mi hijo inseguro por causa de esta separación?
Al ver tanta cola, tenía
que haber vuelto a casa enseguida y dejar el corte de pelo para otro día». Por
supuesto, tanto Isabel como Yolanda están totalmente de acuerdo con el experto
en cuestión; ninguna de las dos duda de la importancia de un vínculo sólido, ni
de los peligros de la sobreprotección.
Todo el mundo puede
estar de acuerdo con este tipo de declaraciones generales, porque cada cual las
puede interpretar de acuerdo con sus propias ideas.
Un experto canadiense,
Robert Langis,2 nos brinda otro ejemplo. En su libro Cómo decir no a los niños
(un título de por sí significativo: el gran problema de los niños parece ser
que no les han dicho «no» suficientes veces) enumera «las trece condiciones de
la esclavitud de los padres de hoy en día». Dichas condiciones son
extremadamente amplias, por ejemplo la primera:
No sabemos establecer la
diferencia entre las necesidades de nuestro hijo y sus caprichos. Esto se puede
interpretar de mil maneras. Para algunos padres, todo lo que pida su hijo,
menos la comida, será un capricho. Y la comida tiene que ser exactamente la que
le han puesto en el plato y no otra, y se ha de comer a una hora fija y
siguiendo unas normas de urbanidad inmutables. Para otros, en cambio, un niño
tiene plena necesidad de estar en brazos gran parte del día, de dormir con sus
padres, de recibir caricias y consuelo cuando llora, de comerlo que le gusta y
dejar lo que le disgusta, de tener juguetes variados y agradables y de romper
alguno de ellos de vez en cuando. Pero estos padres seguirán estando de acuerdo
en distinguir entre necesidad y capricho; por supuesto que no van a permitir
que su hijo de dos años abra la llave del gas.
Haciendo este tipo de
declaraciones generales, es muy fácil tener a todo el mundo contento. En este
libro intentaremos concretar un poco más, aun a costa de desagradar a algunos
lectores.
Y su hijo, ¿con qué
sueña?
El último tabú
¿Qué tienen los niños,
que así los besamos, los abrazamos, los mimamos [...]?
ERASMO DE ROTTERDAM,
Elogio de la locura
Nuestra sociedad parece
muy tolerante porque muchas cosas que hace cien años estaban prohibidas se
consideran ahora completamente normales. Pero si nos fijamos mejor, también hay
cosas que hace cien años eran normales y que ahora están prohibidas. Tan
completamente prohibidas que hasta nos parece normal que sea así, tan normal
como a nuestros bisabuelos les debía de parecer su sistema de tabúes y
prohibiciones.
Muchos de los antiguos
tabúes se referían al sexo; muchos de los actuales se refieren a la relación
madre-hijo, para desgracia de los niños y de sus madres.
Por ejemplo, la palabra
«vicio» se usa ahora en una forma totalmente diferente a como la usaban
nuestros abuelos. Casi todo lo que entonces era «vicio» ha dejado ahora de
serlo. Beber, fumar o jugar son ahora enfermedades (alcoholismo, tabaquismo,
ludopatía), con lo que el pecador se ha convertido en víctima inocente. La
masturbación (el «vicio solitario» que tanto preocupaba a médicos y educadores)
se considera normal. La homosexualidad es simplemente un estilo de vida. Hablar
de vicio en cualquiera de esos casos se consideraría hoy un grave insulto. Hoy
en día, solo se llama vicio a algunas inocentes actividades de los niños
pequeños: «Tiene el vicio de morderse las uñas». «Llora de vicio.» «Si lo coges
en brazos, se va a enviciar.» «Lo que pasa es que está enviciado con el pecho,
y por eso no se come la papilla.»
Si todavía tiene dudas
sobre cuáles son los verdaderos tabúes de nuestra sociedad, imagine que va a su
médico de cabecera y le explica una de las siguientes historias:
«Tengo un niño de tres
años y vengo a ver si me hace la prueba del sida, porque este verano he tenido relaciones
sexuales con varios desconocidos.»
«Tengo un niño de tres
años y fumo un paquete al día.»
«Tengo un niño de tres
años; le doy el pecho y duerme en nuestra cama.»
¿En cuál de los tres
casos cree que su médico le echaría la bronca? En el primer caso, le dirá «ah,
bueno» y le pedirá la prueba del sida sin pestañear; todo lo más le recordará
educadamente la conveniencia de usar el preservativo, lo mismo que en el
segundo caso le explicará que el tabaco no es bueno para la salud (y si el
médico también fuma, no le dirá nada de nada). Nadie la increpará: « ¡Pero qué
descaro, cómo se atreve, una mujer casada, una madre de familia!».
¿Y en el tercer caso?
Conozco una historia real. Cuando la psicóloga de la guardería se enteró de que
Maribel estaba dando el pecho a su hijo de dieciséismeses, la citó para
explicarle que si no lo destetaba inmediatamente su hijo sería homosexual (uno
no sabe si asombrarse más de los prejuicios contra la lactancia o de los
prejuicios contra la homosexualidad). Como Maribel persistió en su «peligrosa»
actitud, la psicóloga llamó a su casa para hablar directamente con su marido y
advertirle del daño que su esposa estaba haciendo al hijo de ambos.
Nuestra sociedad, tan
comprensiva en otros aspectos, lo es muy poco con los niños y con las madres.
Estos modernos tabúes podrían clasificarse en tres grandes grupos:
Relacionados con el
llanto: está prohibido hacer caso de los niños que lloran, tomarlos en brazos,
darles lo que piden.
Relacionados con el
sueño: está prohibido dormir a los niños en brazos o dándoles pecho, cantarles
o mecerles para que duerman, dormir con ellos.
Relacionados con la
lactancia materna: está prohibido dar el pecho en cualquier momento o en
cualquier lugar; o a un niño «demasiado» grande.
Casi todos ellos tienen
una cosa en común: prohíben el contacto físico entre madre e hijo. Por el
contrario, gozan de gran predicamento todas aquellas actividades que tiendan a
disminuir dicho contacto físico y a aumentar la distancia entre madre e hijo:
Dejarlo solo en su
propia habitación.
Llevarlo en un cochecito
o en uno de esos incomodísimos capazos de plástico.
Llevarlo a la guardería
lo antes posible, o dejarlo con la abuela o mejor con la canguro (¡las abuelas
los «malcrían»!).
Enviarlo de colonias y
campamentos lo antes posible y durante el mayor tiempo posible.
Tener «espacios de
intimidad» para los padres, salir sin niños, hacer «vida de pareja».
Aunque algunos intentan
justificar estas recomendaciones diciendo que es «para que la madre descanse»,
lo cierto es que nunca te prohíben nada cansado.
Nadie te dice: «No
friegues tanto, que se malacostumbra a tener la casa limpia», o «irá a la mili
y tendrás que ir tú detrás para lavarle la ropa». En realidad, lo prohibido
suele ser la parte más agradable de la maternidad: dormirle en tus brazos,
cantarle, disfrutar con él.
Tal vez por eso, criar a
los hijos se hace tan cuesta arriba para algunas madres.
Hay menos trabajo que
antes (agua corriente, lavadora automática, pañales desechables...), pero
también hay menos compensaciones. En una situación normal, cuando la madre disfruta
de la libertad de cuidar a su hijo como cree conveniente, el bebé llora poco, y
cuando lo hace, su madre siente pena y compasión («pobrecito, qué le pasará»).
Pero cuando te han prohibido cogerloen brazos, dormir con él, darle el pecho o
consolarlo, el niño llora más, y la madre vive ese llanto con impotencia, y a
la larga con rabia y hostilidad (« ¡y ahora qué tripa se le ha roto!»).
Todos estos tabúes y
prejuicios hacen llorar a los niños, pero tampoco hacen felices a los padres.
¿A quién satisfacen, entonces? ¿Tal vez a algunos pediatras, psicólogos,
educadores y vecinos que los propugnan? Ellos no tienen derecho a darle
órdenes, a decirle cómo ha de vivir su vida y tratar a su hijo.
Demasiadas familias han
sacrificado su propia felicidad y la de sus hijos en el altar de unos
prejuicios sin fundamento.
Con este libro queremos
desmentir mitos, romper tabúes y dar a cada madre la libertad de disfrutar de
su maternidad como ella desee.
Hacia una puericultura
ética
¡Dichoso el hombre sobre
el cual han llovido como celestial rocío los besos de sus padres!
ARMANDO PALACIO VALDÉS,
Testamento literario
Un viejo chiste que
corre entre los estudiantes de pediatría dice: « ¿En qué se parecen y en qué se
diferencian un pediatra y un veterinario?». Tanto uno como otro tienen
pacientes que no hablan y que no les consultan voluntariamente, sino que son
traídos por un adulto. En ambos casos, el cliente (el que toma la decisión de
venir a la consulta y paga los gastos) es distinto del paciente.
Pero mientras el
veterinario atiende a su paciente teniendo siempre como principal objetivo el
satisfacer al cliente, el pediatra tiene que buscar lo mejor para su paciente,
aunque no sea lo que el cliente (los padres) desea. Al menos en teoría.
Nuestra sociedad no
trata a los niños con el mismo respeto que a los adultos.
Cuando hablamos de un
adulto, las consideraciones éticas son siempre primordiales y tienen prioridad
sobre la eficacia o la utilidad.
Compare los siguientes
párrafos:
OPCIÓN A: Al castigar a
una mujer, ¿cuál es la diferencia entre una fuerza «razonable » o «no
razonable»? Esta espinosa pregunta quedó sin respuesta en enero cuando el
Tribunal Supremo de Ontario respaldó un artículo del Código Penal que data de
1892 y que permite a los maridos y a los empresarios pegar a las mujeres con
propósitos disciplinarios. Los tres jueces no quisieron declarar ilegal ninguna
manera particular de golpear. En vez de ello, indicaron que los maridos no
deberían golpear a las ancianas ni a las menores de veinte años, ni usar
objetos como cinturones o reglas al aplicar el castigo corporal, y que deberían
evitar golpear o abofetear a la mujer en la cabeza.
OPCIÓN B: Al castigar a
un niño, ¿cuál es la diferencia entre una fuerza «razonable » o «no razonable»?
Esta espinosa pregunta quedó sin respuesta en enero cuando el Tribunal Supremo
de Ontario respaldó un artículo del Código Penal que data de 1892 y que permite
a los padres y a los profesores pegar a los niños con propósitos
disciplinarios. Los tres jueces no quisieron declarar ilegal ninguna manera
particular de golpear. En vez de ello, indicaron que los cuidadores no deberían
golpear a los adolescentes ni a los menores de dos años, ni usar objetos como
cinturones o reglas al aplicar el castigo corporal, y que deberían evitar
golpear o abofetear al niño en la cabeza.
Uno de los textos
anteriores es falso; el otro apareció publicado el año 2002 en la revista de la
Asociación Médica de Canadá.3 ¿Adivina cuál?
En el mismo artículo se
explican los argumentos de los que están en contra del castigo físico:
Parece haber una
asociación lineal entre la frecuencia de los golpes y bofetadas recibidos
durante la infancia y la prevalencia a lo largo de toda la vida de ansiedad,
abuso o dependencia del alcohol y otros problemas.
Y una experta añade:[...]
estamos buscando pruebas sólidas en las que basar cualquier opinión o declaración.
Pero no existe el tipo
de pruebas que nos gustaría tener sobre este asunto, porque no se presta a
hacer estudios aleatorios.
Un estudio aleatorio es
aquel en que se distribuye a los sujetos al azar en dos grupos, a los que se
recomiendan dos tratamientos distintos. En cambio, en un estudio de
observación, cada sujeto hace lo que quiere. Por ejemplo, quiere usted saber si
hacer gimnasia es bueno para el dolor de espalda. Para hacer un estudio de
observación, puede recorrer los gimnasios de su ciudad para entrevistar a cien
personas que hagan mucha gimnasia, y luego buscar por la calle, o a la salida
del cine, a otras cien personas que no hagan gimnasia casi nunca. Supongamos
que los deportistas tienen menos dolor de espalda. ¿Será porque la gimnasia es
buena para la espalda, o será porque la gente a la que le duele la espalda se
guarda muy mucho de pisar un gimnasio? Para responder a esta pregunta, necesita
un estudio aleatorio. Contacte con doscientos jóvenes de veinte años, convenza
a cien de ellos de que hagan gimnasia cada día y a los otros cien de que no
hagan nada (este es el «grupo control») y espere cinco, diez o veinte años para
ver a quiénes les duele más la espalda. Es fácil comprender que los estudios
aleatorios resultan mucho más fiables, pero también son caros y difíciles de
hacer.
Así pues, lo que dice la
experta canadiense es que sospechamos que pegar a los niños es malo porque se
vuelven alcohólicos y tienen problemas mentales cuando se les pega mucho; pero
no estamos seguros porque nadie ha distribuido al azar a doscientos niños en
dos grupos para pegarles regularmente a los de un grupo y a los otros no y ver
qué les ocurre después. A falta de estudios aleatorios, podría tratarse de una
simple asociación no causal, o incluso podría haber una causalidad inversa (es
decir, aquellos niños que de mayores van a ser alcohólicos y a tener problemas
mentales ya se portan mal de pequeños, y por eso sus padres se ven «obligados»
a pegarles). Así que a lo mejor, después de todo, resulta que pegar a los niños
no es tan malo, y de momento no pensamos hacer una declaración oficial en
contra del castigo físico (por cierto, ¿por qué será que pegar a un adulto se
llama «violencia doméstica », pero pegar a un niño se llama «castigo físico»?).
Pegar a los niños por lo
visto solo es malo si eso les produce alcoholismo y problemas mentales; en
cambio, pegar a un adulto es siempre malo, intrínsecamente malo. Es un crimen,
un atentado contra los derechos humanos, tanto si produce alcoholismo como si
no. Incluso si pegar a los adultos protegiese contra el alcoholismo, seguiría siendo
malo, ¿verdad?
No permitiríamos a los
empresarios pegar a los obreros, aunque eso aumentase la productividad. Ni
aceptaríamos la práctica legal de la tortura, aunque eso disminuyese la
delincuencia. Ni implantaríamos en todos los restaurantes el menú único
obligatorio controlado por nutricionistas, aunque eso bajase el colesterol.
Ni dejarían los bomberos
de atender el teléfono por la noche para que la gente deje de llamar por
tonterías.
No, no todo vale en el
trato con los adultos. Hay cosas que se hacen o se dejan de hacer por
principio, independientemente de que «funcionen» o «no funcionen ».
En este libro defendemos
que también en el trato con los niños existen principios.
Que con ciertos métodos
nuestros hijos tal vez comerían «mejor», o dormirían más, o nos obedecerían sin
rechistar, o se estarían más callados..., pero no podemos usarlos. Y no
necesariamente porque tales métodos sean inútiles o contraproducentes, ni
porque produzcan «traumas psicológicos». Algunos métodos que criticaremos en
este libro son eficaces, y puede que algunos incluso sean inocuos. Pero hay
cosas que, sencillamente, no se hacen.
Fuente: Libro Comer,
amar, mamar, Dr. Carlos González, pediatra catalán
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