las12
Viernes, 18 de
septiembre de 2009
Por Irina Hauser
Cuando ella lloraba, su
llanto era el mío. Su furia era la mía. Sus hoyuelos también. Sus pedidos de
calor. Su hambre. Sus ojos gigantes. Mi tristeza. Mi desconcierto. Todo lo veía
en ella. Dana nació en pleno verano por una cesárea programada que no elegí.
Estaba ubicada de cola. Con frustración, acepté que es riesgoso que los bebés
en esa posición nazcan por un parto vaginal. Después del papeleo y dos horas en
la sala de espera, hice mi entrada triunfal al quirófano, donde encontré el
abrazo reconfortante de mi obstetra y un noventa por ciento de caras
desconocidas. “A tu mujer le bajó todo el cagazo junto”, le dijeron a mi esposo
al hacerlo pasar. Claro que tenía miedo. Pero también tenía náuseas, mareo, no
sentía ni las manos. No podía articular ni una palabra. “Voy a vomitar”,
alcancé a decir. Sólo sentía que sacudían mi cuerpo. Una mano de David acarició
mi cabeza. Lloré bajito. Una enfermera me mostró a la beba desde lo alto, como
un avioncito. Lejos de mi piel. Gordita. Increíblemente hermosa. La escuché llorar
a la distancia. Debo haber estado medio tendida en la camilla en un pasillo,
junto a un ascensor.
Sola, sin que nadie me hablara. Tuve las piernas dormidas
seis horas más y tardé dos días en entender –y en poder preguntar abiertamente–
por qué me habían obligado a estar todo ese tiempo en posición horizontal,
haciendo pis en una chata, sin poder abrazar a mi hija, dándole el pecho
acostada boca arriba con ayuda de alguna nurse. Me habían dado mal la
anestesia. Me lastimaron la duramadre, una membrana de la médula, y no debía
moverme para evitar que se derramara líquido cefalorraquídeo, o sufriría
terribles dolores de cabeza. Volvimos a casa un día de tormenta. Me pareció que
la cuadra se veía distinta. Como si las casas fueran otras, otros los colores,
las plantas y los negocios. A la vez, miraba a Dana y me veía a mí misma en una
foto de bebé, exacta, sólo que con otro color de pelo. Irradiábamos dolor.
Desazón. Felicidad. Ansiedad. Una herida abierta. Puedo decir que las
circunstancias que rodearon su nacimiento marcaron nuestro vínculo inicial.
El año pasado, cuando
volví a quedar embarazada, pensé automáticamente que quería revancha. La
segunda vez te agarra con cierta sabiduría. Era toda una candidata a aspirar a
un parto domiciliario. Lo medité, leí, lo analicé, escuché historias en primera
persona. Todo sonaba emocionante. Con David pasamos noches pensando qué hacer.
Somos temerosos. Y habíamos quedado asustados. Soñábamos algo tan simple como
sentirnos respetados, que nadie nos impusiera cómo tiene que fluir la
revolución de la llegada de un hijo. No nos veíamos pariendo en casa. Por
seguridad o comodidad. Vaya a saber. ¿Algo tan natural debía ser tan
complicado? ¿Tan impersonal, o deshumanizado? ¿Las clínicas sólo ofrecen partos
industriales? ¿Habría forma de trazar nuestro propio camino?
Elegimos al obstetra con
dedicación y nos jugamos. Nos atendía sin mirar el reloj, hablábamos de
política y nos daba esperanzas de un parto por vía baja, aunque desde el primer
día fundamentó por qué si la criatura repetía la postura de la hermana había
que hacer una cesárea. Bingo.
Rocío también llegó en
verano y estaba apoltronada en mi panza cola abajo. Era un sábado de sol
rutilante. A las ocho de la mañana, la partera ya nos esperaba. Me dio charla y
me mimó cada minuto. Me presentó a todas las enfermeras, que me llamaban por mi
nombre. El anestesista me explicó por qué y cómo no me haría daño. A David lo
dejaron estar todo el tiempo. El obstetra deslizó a Rocío hacia el mundo
exterior con suavidad, mientras cantaba un tango. “Prolijito, eh”, le indicaba
la costura a su asistente. Al instante recostaron a Rocío a mi lado, y la besé.
Mi beso calmó su llanto. Pasó horas en mis brazos. El dolor se disipó. A Dana
se le dibujó una gran sonrisa duradera. Rocío tiene la risa fácil. Y contagia.
Su risa es la mía. La de los cuatro. Nos abrazamos mucho. “Los quiero”, festeja
Dana. Yo digo que fue como volver a nacer.
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