Hoy escribo directamente
desde mi más profundos sentimientos, desde las entrañas y desde mi instinto más
animal y mamífero.
En otras ocasiones, os
he hablado de las maravillas del colecho a nivel psicológico o físico (aquí)
pero creo que tal vez no he apuntado desde el punto emocional.
Anoche cuando me fui a
la cama, mi hijo ya dormía, y al notar movimiento, aún dormido, me echó su
pequeño bracito por encima, mamó un poco (le encantan los pequeños tragos
nocturnos) y se acomodó en mi pecho para continuar durmiendo, yo le abracé y
así nos acoplamos en un perfecto dúo, una forma de dormir que ambos tenemos
impresos en los genes, que nos viene de hace mucho, mucho tiempo.
Mientras mi hijo hablaba
en sueños: algunas veces me llama a mí, a veces a su padre, a veces a sus
dibujos preferidos y a veces, simplemente, imprime una sonrisa maravillosa, yo
he acercado mi nariz a su pelo y he dejado que poco a poco, nuestras
respiraciones se acompasaran y, con el olor maravilloso que desprende mi hijo,
he dejado que el sueño me fuera llegando hasta unirme a mi hijo en este
maravilloso momento.
A la otra parte de la
cama, mi marido, que se une al colecho, al abrazo, al instinto de protección de
dormir en manada.
Y antes de quedarme
completamente dormida, admiro la estampa, inspiro profundamente y me pregunto
cómo algunas madres prefieren dormir con sus hijos a kilómetros de ella, que si
bien, las habitaciones de sus hijos estarán separadas sólo por unos metros,
estoy segura que a mí me parecerían kilómetros, y llego a una conclusión: Toda
madre, sea cual sea su modelo de crianza y sus convicciones, al menos UNA VEZ,
debería colechar con sus cachorros y dejarse envolver por ese aroma, por ese
instinto natural que lleva impreso en los genes (quiera o no) y abrazar a su
hijo mientras el sueño la vence.
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