Cada una, de una manera
no siempre consciente, elige las montañas que va escalando en su vida. Son
estas montañas reflejo de nuestro presente y nuestro pasado, de nuestro devenir
de futuro, de nuestra historia familiar… Son nuestra carta de presentación ante
el otro, nuestro espejo, tal vez intransferibles, solo tal vez.
Si hay un ocho mil en mi
vida fue el realizado con mi hija Zambra para salvar nuestra lactancia. Éste ha
sido nuestro K2 particular, nuestro pico más alto, nuestra hazaña… y ya sabéis
que salió bien, pero sigo pensando que de igual manera hubiera valido la pena
el tiempo invertido y el sobreesfuerzo físico-mental-emocional si el resultado
hubiera sido el contrario.
Zambra nació con un
frenillo submucoso importante que no mejoró hasta el segundo corte paliativo en
el tercer mes y tuvo desde el principio serias dificultades para mamar. Esto me
produjo no solo un enorme dolor de corazón, sino grietas e ingurgitaciones
repetidas y una serie encadenada de mastitis infecciosas dolorosísimas hasta el
cuarto mes que dimos con la solución. Además, Zambra no engordaba, tres semanas
después del parto no había recuperado su peso al nacer.
Mi hija requirió
suplementación con mi propia leche en jeringas desde el tercer día durante una
buena temporada, una semana y pico de biberones de leche hidrolizada (después
de la toma y de la jeringa, cuando vimos que era estrictamente necesario) y una
media diaria de 12-14 horas de lactancia en unas posturas muy concretas que me
permitían físicamente muy poca movilidad.
Dos meses más tarde la
cosa empeoró y estuve un mes amamantándola en posición loba (que era la única
en la que más o menos me era soportable el dolor). Hubo que ingeniárselas
muchas veces y para ayudarme me construí un lugar especial para dar de mamar
con música jazz, una bola del mundo y un montón de cosas bonitas donde mirar,
contaba la duración de las largas tomas con el número de canciones y así logré
aguantar.
Como podéis suponer mi
cuerpo estaba muy resentido (manos, cervicales y espalda destrozadas), mi moral
por los suelos y mi vida social quedó reducida al máximo y porque durante
cuatro meses viví por y para amamantar. Me duele decir que esta decisión no fue
muy entendida ni por alguna de la gente que me rodeaba, ni por los
profesionales de medicina natural y holística que hasta entonces frecuentaba.
Sobre todo hubo gente que me preguntaba por qué insistía tanto si existía la
posibilidad del biberón y mi hija “no se iba a morir”.
A veces cuando no tenía
ganas de explicarme, ni de justificar nada, me mordía la lengua para no decir
que en esta sociedad tan patriarcalizada una mujer puede ser comprendida por
realizar un gran esfuerzo físico y mental (incluso por desaparecer de la vida
pública una temporada o tal vez de su familia y su vida privada) para escalar
el Everest, prepararse unas oposiciones, acabar una tesis doctoral o un
proyecto final de carrera, ser deportista de élite o dar la vida por un partido
político o una empresa… pero no siempre por salvar una lactancia.
Porque ¿qué ocurre cuando
esto sucede en el ámbito del cuidado, de lo privado, de lo maternal o lo
femenino? ¿Qué ocurre cuando una hace un esfuerzo supremo por luchar por una
lactancia, cuidar con reposo absoluto a su futuro bebé en un embarazo de alto
riesgo, atender día y noche sin salir de un hospital a su bebé prematuro y/o
enfermo o sobrellevar el enorme duelo de una pérdida perinatal?. Estos
esfuerzos, estas hazañas tan importantes para el discurrir de la vida, pasan
ante el mundo en silencio, a menudo incomprendidas, criticadas, minimizadas.
En los momentos más
duros solía decir que lo llevaba en la sangre, que yo venía de ahí, de mis
abuelas, algo así como que era mi herencia, mi linaje. Meses más tarde cuando
comentaba con mi terapeuta (la hermosa mujer que me acompañó en mi abrazo
profundo a la sombra) el porqué de mi empeño sobre humano por salvar esta
lactancia, le dije que la lactancia para mí, la leche materna para mí era la
vida, la vida en el sentido amplio de la palabra, la vida opuesta a la muerte.
Y entonces lo ví claro:
la vida que me dio mi madre amamantándome con su propia leche y brillando entre
las tres pérdidas perinatales que rodearon mi nacimiento, la vida que mi abuela
materna (mare dida) había tal vez permitido vivir a varios niños de su localidad
o localidades cercanas, la vida que mi abuela paterna regaló a mi padre con su
esfuerzo y su leche durante cinco años (y eso que cuando lo parió ya tenía 42),
a su séptimo hijo, aquel que nació con menos de dos kilos y le dijeron que no
duraría mucho mientras le daban una caja de zapatos para enterrarlo.
Así que ahí estaba, esa
oscura y más brillante que nunca razón para seguir cada día amamantando un poco
más, para escalar esa montaña, mi ocho mil más preciado, nuestro K2, y sé que
todavía me faltan respuestas, ya llegarán.
* El K2 es
una montaña perteneciente a la cordillera del Karakórum, una sección del
Himalaya, localizada en la frontera entre Pakistán y China. Wikipedia
Elevación: 8.611 m
Primera ascensión: 31 de
julio de 1954
Prominencia: 4.017 m
Cordillera: Cordillera
del Karakórum
Primeros escaladores:
Achille Compagnoni, Lino Lacedelli
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