¿Es aconsejable dar
muestras de afecto a nuestros bebés? ¿Qué relación existe entre el cariño
materno recibido durante la infancia (o su ausencia) y el equilibrio
psicológico en la edad adulta? Hoy en día casi nadie duda de la importancia
crucial que el afecto y el contacto físico entre la madre y el bebé tienen para
el desarrollo físico y emocional de l@s niñ@s, pero esta visión contemporánea
no siempre ha sido la dominante.
Durante los siglos
XVIII, XIX y hasta la primera mitad del siglo XX, la idea imperante en los
círculos médicos occidentales era que un excesivo contacto físico con el bebé
resultaría perjudicial para su desarrollo. La opinión más extendida era que el
cariño y el afecto producirían niñ@s débiles, sin voluntad y enfermiz@s.
Adicionalmente, si el bebé era varón se afirmaba con rotundidad que el amor
materno le convertiría en un afeminado. En realidad esta doctrina se sustentaba
en las normas sociales victorianas y en la moral religiosa cristiana, ambas
sumamente patriarcales y represivas con el afecto y la intimidad física. Como
es evidente, no había nada de empírico ni de científico en estos postulados.
Para cualquier
naturalista del siglo XVIII o XIX era evidente que el contacto afectuoso entre
una madre y su cría es un hecho constante en infinidad de especies, alcanzando
su punto máximo entre los mamíferos. De igual forma, los viajeros, exploradores
o misioneros, habían constatado que en muchísimas culturas no occidentales, el
contacto entre las madres y sus hij@s era más frecuente, más afectuoso y más
prolongado en el tiempo que en occidente, sin que ello hubiera debilitado o
arruinado la especie. Sin embargo, ninguna de estas evidencias iba a ser tenida
en cuenta por quienes consideraban al Hombre Blanco como creado a imagen y
semejanza de Dios y completamente ajeno al resto de razas humanas y especies
animales. O dicho de forma más clara: Por encima de ellas.
Siguiendo esta
ideología, la educación y crianza de l@s niñ@s se desligó de cualquier aspecto
emocional o afectivo. Las instituciones de enseñanza, los hospicios o los
pabellones pediátricos de los hospitales se diseñaron para cubrir las
necesidades de alimento, higiene, disciplina e instrucción de l@s pequeñ@s.
Socialmente se reprobaba dar muestras de cariño a los bebés y entre las clases
acomodadas era frecuente que los padres y madres jamás tocaran a sus hij@s y
encargaran todas las tareas de cuidado a las amas de cría. Éstas eran
aleccionadas para no echar a perder a l@s niñ@s, con demasiadas caricias o
atenciones.
Durante la primera mitad
del siglo XX, surgieron dos teorías psicológicas irreconciliables que dominaron
el panorama académico: El psicoanálisis y el conductismo. Pero por motivos
diferentes, ninguna de las dos estaba en situación de cambiar mucho las cosas.
Psicoanálisis: La
represión es el objeto de la educación
El psicoanálisis, por un
lado, hundía sus raíces ideológicas en la moral victoriana y patriarcal vienesa
del siglo XIX, y a pesar de sus postulados escandalosos en cuanto a las
motivaciones humanas, no llegaba con intención de variar las pautas educativas,
el papel de la mujer, ni las concepciones del maternaje.
Uno de los postulados
centrales del primer psicoanálisis, el de Freud, era que l@s niñ@s tienen
profundos instintos y sienten violentos deseos sexuales que dirigen hacia sus
progenitores. Esta sexualidad infantil no podía entenderse cualitativamente
como la sexualidad adulta, sino más bien como un impulso hacia la satisfacción
física centrada en los distintos procesos corporales (como la alimentación o la
evacuación); sin embargo, la imagen de un bebé con fuerte impulso sexual, que
alberga sentimientos de atracción hacia uno de los progenitores y de furiosos
celos hacia el otro (complejos de Edipo y Electra), no iba a ayudar mucho en la
legitimación moral de patrones de crianza centrados en el contacto físico y el
afecto. ¿Quién se sentiría cómod@ abrazando a un hijo o hija que cree que le
odia o le ama de forma cuasi-erótica o teme ser castrado como castigo por sus
incestuosos deseo? Y es más ¿sería esto conveniente? ¿Y apropiado? ¿Y moral?
El psicoanálisis supuso
una profunda revolución sobre la visión del ser humano cuyos ecos alcanzaron
todas las facetas culturales, desde el arte hasta la filosofía, pero en el
campo de la educación y la crianza su posición fue obstinadamente conservadora.
Aunque Freud nunca articuló una teoría unitaria y coherente sobre la educación
y la crianza, sí expuso su opinión al respecto a lo largo de toda su obra.
Especialmente reveladora es su libro: Cinco Psicoanálisis. Caso del pequeño
Hans. Análisis de la fobia de un niño de cinco años. Para Freud, la principal
función de la educación era la represión de los instintos del niño o la niña y
su ajuste al principio de realidad. Para él, existen dos fuerzas a tener en
cuenta en la acción educativa: La dimensión natural o biológica del bebé (que
busca satisfacer sus instintos y necesidades, buscar el placer y escapar del
dolor) y la dimensión social o limitadora (que tiene que reprimir al niño o
niña para hacerlo encajar en los patrones sociales y morales).
Para Freud, por tanto,
la principal función de la educación era impedir la expresión de las tendencias
espontáneas y libres del bebé, y para ello el método más valioso es la
prohibición. La prohibición alcanza para el psicoanálisis el estatus de esencia
de la acción socializante. De esta forma, la represión no es algo anexo o
colateral en la educación, sino su centro, su razón de ser. Y en lugar de
atribuir a la crianza y a la educación la función de ayudar, facilitar o guiar
en el desarrollo y maduración del ser humano, le asigna un papel estrictamente
disciplinario: Poner límites, reprimir los deseos y castigar por las
infracciones son el camino que llevará a conseguir un ser humano debidamente
reprimido y adaptado a la moral y costumbres de la sociedad.
Con este trasfondo
ideológico, las muestras de cariño y afecto pasan a ser conductas indeseables a
reprimir. Puesto que la función educativa es coartar los impulsos y fuentes de
satisfacción naturales del bebé, y en vista de que el mayor impulso y fuente de
satisfacción de un recién nacido es buscar el amor y la ternura de su madre, es
precisamente ese tipo de conductas el que debe ser reprimido con contundencia.
Satisfacer al bebé en su búsqueda de cariño y cercanía física le alejaría del
principio de realidad y crearía a un ser humano inadaptado a la estricta moral
victoriana de la época.
Sin embargo, un
discípulo de Freud llamó la atención sobre un hecho preocupante.
René Spitz: “¡Devuelvan
el bebé a su madre!”
René Spitz era un médico
de origen austriaco que tras conocer a Freud y formase como psicoanalista,
desarrolló una importante carrera profesional a lo largo de varios países. Uno
de los intereses centrales de Spitz era la infancia, concretamente el primer
año de vida, y los factores que incidían en el desarrollo emocional y afectivo
de los bebés. Él fue el primero que utilizó la observación como método de
estudio de la infancia y la aplicó no sólo a niñ@s enfermos, sino también en
los que estaban completamente sanos.
Spitz reparó en un hecho
que marcó a partir de entonces sus investigaciones: La mortalidad de los bebés
hospitalizados que eran separados de sus madres era estadísticamente mucho
mayor de la esperada, especialmente cuando l@s niños habían sido ingresados tras
haber establecido ya un vínculo afectivo con sus madres. Spitz descubrió que
esta mortalidad empeoraba en relación con el cariño o el desprecio impersonal
con que las enfermeras trataban a l@s niñ@s. Es decir, por más que los bebés
fueran debidamente alimentados, aseados y medicados, si eran tratados
fríamente, sin ninguna muestra de afecto, ni siquiera con el tono de voz, la
tasa de fallecimientos era anormalmente alta.
Spitz descubrió que los
bebés así tratados, mostraban un cuadro similar a la depresión adulta, que
incluía pérdida de la expresión facial, desaparición de la sonrisa, completo
mutismo, pérdida de apetito, insomnio, pérdida de peso y retardo en las
capacidades psicomotoras. Si la separación de la madre era breve (menos de tres
meses) los síntomas parecían completamente reversibles: Bastaba con entregar el
niño o la niña a su madre para que el cuadro remitiera con rapidez. Sin
embargo, si la separación se prolongaba por más tiempo, los síntomas se
agravaban, la tasa de mortalidad crecía y las consecuencias se volvían
irreversibles: L@s niñ@s parecían quedar completamente incapacitados de forma
permanente para entablar vínculos afectivos apropiados, limitación que no
remitía tras la salida del hospital, ni en los años siguientes.
Spitz llamó a este
síndrome, Hospitalismo y su investigación supuso una seria advertencia acerca
de la importancia del vínculo afectivo entre la madre y su criatura. Una vez
que el vínculo se había formado, una ruptura prolongada de éste era
virtualmente fatal: Muchos bebés se dejaban literalmente morir y el resto jamás
alcanzaba una normalidad psico-afectiva.
El amor de la madre era
un puntal sobre el que descansaba la salud mental adulta.
Los trabajos de Spitz
llamaron fuertemente la atención en círculos médicos y psicológicos y muchas
instituciones hospitalarias cambiaron radicalmente el trato que daban a l@s
niñ@s ingresados. Al mismo tiempo, la obra de Spitz fue el germen del que
nacería, más adelante, la moderna concepción de apego.
Conductismo: Las
máquinas no necesitan amor
El conductismo, a
diferencia del psicoanálisis, no surgió de los salones de la alta burguesía y
aristocracia vienesa, sino de los laboratorios de experimentación médica. El
precursor de esta corriente fue el fisiólogo ruso Ivan Pavlov, Premio Nóbel de
Medicina en 1904, que durante sus estudios sobre el sistema digestivo se topó
con un hecho curioso: Los perros con los que estaba experimentando comenzaban a
segregar saliva en cuanto veían a los investigadores que habitualmente les
alimentaban. Pavlov, en su célebre serie de experimentos, demostró que podía
conseguir que los perros comenzaran a salivar ante cualquier estímulo que se
hubiera asociado a la comida, tales como campanillas, luces, timbres o
metrónomos. A raíz de este descubrimiento fue surgiendo toda una teoría sobre
la conducta, fuertemente marcada por la idea de que la asociación entre
estímulos y la utilización de recompensas o castigos era el elemento principal
para comprender y modificar el comportamiento humano.
Nacido de los
laboratorios, el conductismo rechazó con virulencia cualquier disciplina,
acercamiento, conocimiento o método que no se adaptara férreamente al paradigma
experimental. Debido a esta limitación, muchas dimensiones humanas quedaron
fuera del foco de investigación. Siguiendo la tesis de que sólo los
comportamientos observables y medibles en el laboratorio podían ser objeto de
estudio, el conductismo más ortodoxo negaba la importancia de los pensamientos
o el lenguaje en la explicación de la conducta humana. Semejante punto de
partía convertía al ser humano en una especie de máquina respondiente
programable, lo que aplicado al tema de la crianza podía resumirse así: Lo
único que se necesita para criar y educar a un ser humano equilibrado es cubrir
todas sus necesidades biológicas, controlar los estímulos a los que se le
expone y dispensarle las recompensas y castigos adecuados para que su conducta
se ajuste a lo deseado. El mayor psicólogo conductista de todos los tiempos B.
F. Skinner, llegó a rechazar el término psicólogo y se autocalificó como
Ingeniero del Comportamiento.
El cariño, la atención y
el afecto adquirían así un papel meramente instrumental, es decir, que podían
ser utilizados como recompensas en la programación de la conducta. Su papel no
era ni mucho menos central y la capacidad de estos para modificar la conducta
siempre sería menor que la de la comida o el agua. El cariño entre una madre y
su cría (humana o no) había pasado a convertirse en un medio para moldear la
conducta; no era un fin en sí mismo.
Aunque el conductismo en
ningún momento negó explícitamente la importancia del afecto en la crianza, y
desde luego jamás afirmó que el contacto con los bebés fuera pernicioso, su
interés estaba muy alejado de estos asuntos. Sin embargo esto no evitó que los
problemas comenzaran a llegarle desde otras disciplinas, como la zoología o la
etología, que se estudia el comportamiento espontáneo de los animales en su
hábitat natural.
Una de las tesis
centrales del conductismo era que todas las conductas, sin excepción, eran
aprendidas; O dicho de otra forma, que no había nada innato en el ser humano,
nada que no pudiera ser moldeado por la crianza; los bebes nacían como pizarras
en blanco sobre la que podía escribirse cualquier cosa, conforme a las Leyes y
Ecuaciones descritos por la naciente Psicología del Aprendizaje: La conducta
podía ser modificada, tanto en seres humanos como en animales, lo que permitía
que una rata pudiera ser entrenada para pulsar una palanca dispensadora de
comida y que un niño pudiera ser educado como si fuera barro fresco.
John B. Watson, el
psicólogo norteamericano fundador del conductismo, lo expresaba de
forma contundente en uno de sus pasajes más célebres:
“Dadme una docena de
niños sanos para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al
azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo
que yo pueda escoger -médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso
mendigo o ladrón- prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias,
aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados.”
“Psychology as the behaviorist views it”. John B. Watson
La frase era desde luego
una exageración y el propio Watson así lo reconocía; sin embargo sí es una
buena muestra del optimismo que los conductistas sentían con su capacidad para
explicar y modificar el comportamiento humano. Por primera vez, la psicología
se sentía en disposición de formular las Ecuaciones Generales de la Conducta,
algo así como las Leyes de Newton que regían el mundo de la Física.
Sin embargo, este
optimismo simplificador pronto se toparía con la compleja realidad. Al adoptar
como premisa teórica que todos los comportamientos eran aprendidos, es decir,
que toda conducta se aprendía tras el nacimiento, el conductismo cerraba los ojos
ante multitud de hechos que contradecían radicalmente este postulado.
La impronta: Konrad
Lorenz y sus hijos los patitos
Cualquiera que haya
contemplado el nacimiento de un ternero habrá comprobado que no necesita ser
enseñado por nadie para poder encontrar la ubre de su madre; tampoco una cría
de macaco rhesus requiere de ningún aprendizaje para agarrarse con firmeza al
cuerpo de la madre y no soltarse de ella, pase lo que pase. De la misma forma,
los pollos de codorniz recién salidos del huevo se están completamente quietos
y agazapados en el terreno, sin que nadie les haya explicado que eso es lo más
conveniente para su supervivencia. Hay una multitud de ejemplos, pero un caso
concreto sacudió los pilares del conductismo.
Konrad Lorenz era un
zoólogo y etólogo austriaco que desde niño había sentido fascinación por los
patos, los gansos y las ocas. Aunque inició su formación en medicina, dedicó la
mayor parte de su vida a estudiar el comportamiento de los animales en su
hábitat natural. Lorenz, como tantas personas antes y después que él, había
observado que los pollitos de estas aves nada más romper el cascarón, echan a
andar detrás de la madre. La imagen de una hilera de pequeñas ocas siguiendo a
la madre oca es probablemente familiar para todo el mundo; pero Lorenz reparó
en que cuando los gansos, patos u ocas, no encontraban a la madre al nacer,
seguían a la primera figura que encontraran, con tal que fuera más grande que
ellos y se moviera. Así, el propio Lorenz se convirtió en la madre de muchas generaciones
de patitos.
Las imágenes del Konrad
Lorenz seguido por una hilera de gansos u ocas recién nacidos son célebres en los
manuales de psicología y etología; también aquellas en las que aparece
trabajando en su despacho y rodeado de multitud de patos adultos; o aquellas
otras en las que nada en un lago mientras algunas ocas lo hacen a su alrededor:
Una vez que los pollitos habían establecido el vínculo con él mostraban una
tendencia inquebrantable a seguirle allí donde fuera. Lorenz llamó a este fenómeno
Impronta e hipotetizó que tenía un importante valor adaptativo: Para poder
sobrevivir, lo mejor que puede hacer un patito recién nacido seguir a su madre.
Y ya que la madre será probablemente la primera figura en movimiento que vean,
la programación genética está orientada hacia ello: Seguir a la primera figura
en movimiento que ven al nacer.
Los trabajos de Lorenz
agrietaron seriamente la idea de que toda conducta es aprendida: ¿Quién
enseñaba a los patos a seguir a su madre por el campo? ¿Quién enseñaba a las
ocas a seguir a Lorenz hasta su despacho? El concepto de impronta, entendida
como un vínculo entre la madre y su cría, entraba en colisión directa con los
postulados conductistas. Y a medida que fueron acumulándose las investigaciones
y los experimentos de los etólogos, fue más innegable que había conductas que
no eran aprendidas, sino innatas.
El apego, la búsqueda de
cercanía y contacto físico entre una madre y su cría, era una de ellas y tenía
un importante valor de supervivencia. Este hecho, unido a los trabajos del René
Spitz en las maternidades, sugería que el cariño en el proceso de crianza no
sólo es lo natural y deseable, sino lo necesario.
Harry Harlow: ¿Qué
prefiere un monito, comida o cariño?
¿Qué prefiere una cría
de monito? ¿Leche en abundancia o una madre suave y cálida a la que abrazar? Y
más aún ¿cómo les afectaría a los monitos recién nacidos el ser privados de su
madre?
Entre los años cincuenta
y sesenta, dos psicólogos estadounidenses formados en los paradigmas teóricos
del conductismo, Harry Harlow y Margaret Harlow de la Universidad de Wisconsin,
llevaron a cabo una serie de experimentos encaminados a dilucidar la
importancia del contacto físico entre madre y cría, el contacto social con
otros miembros de la especie y sus efectos sobre el comportamiento adulto.
Descontentos con algunas de las explicaciones de la psicología del aprendizaje
conductista y estando al corriente de los trabajos de Spitz, Lorenz y de los
autores británicos que comenzaban a formular las Teorías del Apego, el
matrimonio Harlow diseñó un paradigma experimental en el que exponían a
pequeños macacos rhesus a distintos tipos de crianza.
Un grupo de monitos fue
apartado de sus madres nada más nacer y criado durante 3 meses sin tener ningún
contacto con ningún miembro de su especie. Su única compañía eran las llamadas
madres sustitutas. Las madres sustitutas eran muñecos de alambre o felpa, con
un cierto parecido en tamaño y forma a una hembra de rhesus. Algunas de estas
madres sustitutas proveían alimento a través de un biberón insertado a la
altura de lo que sería el pecho.
Cuando pasados esos 3
meses los monitos eran introducidos junto con macacos criados con sus madres,
los bebes aislados sufrieron problemas severos de adaptación, mostraron
dificultad para entablar relaciones sociales con sus congéneres y algunos
murieron al negarse a ingerir alimento; sin embargo, en general, la mayoría
acababa por adaptarse.
Muy diferente era el
resultado cuando el aislamiento duraba más tiempo. En este caso las consecuencias
en los monitos eran devastadoras. Los monitos que estuvieron 6 meses privados
del contacto materno real nunca llegaron a tener un comportamiento normal: Se
mantenían siempre aislados, no eran capaces de jugar con otras crías y hacían
gestos extraños, como abrazarse a si mismos y dar muestras de un terror
exagerado ante hechos no amenazantes. Cuando llegaban a la adolescencia estos
monos eran mucho más agresivos y asustadizos, mostrando toda su vida un
comportamiento más inestable, violento e impredecible.
Cuando el aislamiento
alcanzaba los 12 meses (el equivalente a 6 años en un bebé humano), los monos,
sencillamente, no interaccionaban jamás con el resto de miembros de su especie.
Su comportamiento en general oscilaba entre los síntomas humanos de la
depresión (tristeza, poca actividad, nulo contacto social…) y la esquizofrenia
(posturas extrañas, mirada perdida, conductas estereotipadas y en ocasiones
comportamiento claramente psicóticos, como asustarse de sus propias manos o
pies a las que acababan por morder).
A medida que avanzaban
los experimentos, los investigadores descubrieron que la conducta y esperanza
de adaptación de los monitos era diferente en función del tipo de madre
sustituta que hubieran tenido. Los monitos que se habían criado con una madre
de alambre eran más inestables, agresivos y reacios al contacto social; las
crías que habían tenido una madre sustituta de felpa tenían mejor pronóstico:
Eran menos agresivas y temerosas, se adaptaban mejor al contacto con los
miembros de su especie y, en general, su grado de alteración era menor.
En vista de ello, el
matrimonio Harlow decidió dar a las crías la oportunidad de elegir el tipo de
madre sustituta, introduciendo en las jaulas una madre de alambre con biberón
en el pecho y otra de felpa que no daba ningún tipo de alimento. Si las teorías
conductistas eran correctas, los monitos deberían mostrar más interés por las
madres de alambre (con leche) que por las de felpa (sin comida). Esto sería así
cumpliendo las leyes de la psicología del aprendizaje, según las cuales un
estímulo que da algún tipo de refuerzo (como una malla de alambre con un
biberón) se convertiría para los monitos en favorito frente a otro estímulo sin
ningún refuerzo (un muñeco de felpa que no provee de comida). Por el contrario,
si las observaciones y teorías provenientes de etólogos como Lorenz o de
testimonios como los de Spitz eran los correctos, los pequeños rhesus
preferirían a las madre de felpa aunque no les proveyeran de comida. Esto sería
así suponiendo la existencia de un vínculo de apego innato de los monitos hacia
sus madres; y, en caso de no existir madre real, como en el caso de los patitos
de Lorenz, hacia cualquier figura que tuviera algún tipo de parecido con ellas:
Suaves, cálidas y abrazables.
Los resultados no dejaron
lugar a dudas: Los monitos preferían a las madres de felpa, se agarraban a
ellas y pasaban así la mayor parte del tiempo; únicamente se alejaban de ellas
para mamar del biberón de la madre de alambre. Y en muchos casos posponían el
momento de ir a comer, preferían comer menos y hacían malabarismos para acercar
la boca hasta la tetina sin soltarse de la madre de felpa. Cuando los Harlow
privaron a los monitos de sus madres de felpa, estos cayeron en el mismo estado
que Spitz había descrito en los pabellones pediátricos: L@s pequeñ@s se hundían
en un estado de absoluta angustia, abandono y depresión.
Llegando aún más lejos,
los Harlow decidieron estudiar los efectos en una segunda generación de macacos
y el descubrimiento resultó aún más inquietante: Cuando las hembras que habían
crecido sin madre se convirtieron ellas mismas en madres, se comportaron de
forma fría con sus crías, aunque esta afirmación se queda extremadamente corta
para lo que realmente sucedió: Las madres abandonaban físicamente a l@s pequeñ@s,
los ignoraban, no los alimentaban, los agredían, mordían y golpeaban contra el
suelo de la jaula y en muchas ocasiones llegaron a matarlos. Huelga decir que
los l@s monit@s supervivientes de estas madres también se convertían después en
adultos violentos, insociables, trastornados y terroríficos progenitores.
Las conclusiones eran
evidentes: Para los monitos era más importante el amor maternal que la comida;
incluso aunque ese amor maternal fuese en realidad un muñeco de felpa. Y,
cuando ese amor faltaba, los monos adultos se convertían en insociables,
violentos, inestables y temerosos.
La Teoría del Apego: John Bowlby, el niño
infeliz que se puso manos a la obra
John Bowlby tenía buenos
motivos para interesarse por la felicidad de los niños. Había nacido en el
Londres de principios de siglo, en el seno de una familia adinerada y
aristocrática que seguía las pautas educativas de su época y clase social: El
pequeño John sólo tenía contacto con su madre una hora al día, después de la
hora del té; su educación y cuidados corrían a cargo de una niñera que, cuando
John tenía cuatro años de edad dejó de trabajar para la familia, provocándole
el mismo dolor que hubiera causado la pérdida de una madre. Para empeorar las
cosas a los siete años ingresó en un internado, lo que acabó por marcar su
personalidad y su interés por el sufrimiento de la infancia.
John Bowlby estudió
psicología y medicina y orientó toda su carrera hacia el estudio del desarrollo
emocional en l@s niñ@s, centrándose especialmente en aquellos menores
difíciles, delincuentes o que mostraban problemas de adaptación. Encontró que
había un patrón común que podía seguirse en las observaciones de Spitz sobre el
Hospitalismo, en los reveladores experimentos de Harlow y en los estudios que
iban llegando cada vez con más frecuencia del campo de la etología.
Especialmente importante para él fue la obra de Lorenz, que le orientó en lo
que sería su mayor aportación al campo de la psicología: La Teoría del Apego.
Sin embargo, Bowlby también se guió por su propia experiencia como niño
profundamente carente de afecto, con sus estudios sobre menores desadaptados y
con sus observaciones acerca del sufrimiento de los niñ@s que eran
hospitalizados a edades muy tempranas.
Siguiendo todas estas
influencias y experiencias, hipotetizó que los seres humanos (aunque también
otras muchas especies) nacemos programados para buscar una madre y quererla. Al
igual que las ocas de Lorenz o los macacos de Harlow, los humanos nacemos a la
búsqueda de una figura materna con la que establecer un profundo vínculo
emocional y afectivo. La función de esta conducta sería asegurar que entre la
madre y la cría se establezca el lazo necesario que permita la supervivencia
del recién nacido; sin este lazo, sin este firme deseo de cercanía, protección
y cuidados, la cría tendría pocas probabilidades de subsistir, especialmente en
especies que nacen tan inmaduras como el ser humano.
Pero yendo más allá, y
siguiendo algunas de las conclusiones de Spitz (que observó que los niños
privados de la madre durante muchos meses perdían su capacidad de relación
social normal) o de Harlow (que probó exactamente lo mismo con los macacos),
Bowlby afirmó que la importancia de este vínculo era tal que su carencia o
debilidad podía tener gravísimas consecuencias psicológicas en la edad adulta.
Gracias a su trabajo con jóvenes delincuentes pudo confirmar que las malas
prácticas de maternaje eran un denominador común las conductas desadaptadas de
l@s jóvenes delincuentes; así, l@s niñ@s que habían sido tratados con frialdad,
desprecio o violencia, se convertían en adultos inestables, agresivos e
insociables. Fenómeno que también podía verse en aquell@s otr@s que habían sido
separad@s tempranamente de la madre o habían crecido en alguna institución fría
e impersonal como un hospicio u orfanato.
En realidad, esta última
conclusión de Bowlby estaba confirmada por los experimentos de Harlow: Los
monitos crecidos sin una madre amorosa se convertían en adultos inseguros,
agresivos, inestables y violentes. Para Bowlby, la sociedad estaba replicando a
gran escala, y con seres humanos, las crueles prácticas que Harlow infringía a
sus pequeños macacos. Y consecuentemente, los resultados eran los mismos.
Sin embargo Bowlby fue
más allá y afirmó que estas malas prácticas de maternaje (la frialdad, el
desdén, la violencia o el abandono) se transmitían de generación en generación
como una especie epidemia social; así, l@s niñ@s crecidos en un ambiente sin
amor se convertían en adultos que replicaban esas pautas, siendo padres o
madres poco afectuosos, distantes o agresivos.
Concluyendo: Quieran
mucho a sus bebés… salvo si quieren adultos desequilibrados
La Teoría del Apego
afirma, entre otras cosas, que el vínculo temprano establecido entre un bebé y
su madre es fundamental para el desarrollo psicológico de la persona. Así, l@s
niñ@s que tienen una figura de apego accesible, amorosa y estable, aprenden que
el mundo es un lugar seguro, cálido y afectuoso; crecen con menos miedo, son
más segur@s, pacífic@s y estables emocionalmente. L@s niñ@s que no tienen una
figura de apego o ésta se comporta de forma fría, inaccesible o errática,
aprenden que han llegado a un lugar sumamente peligroso y hostil. Crecen por
tanto siendo más insegur@s y desconfiad@s, y se convierten en adult@s inestables,
miedos@s o agresiv@s.
La teoría del apego ha
generado tal volumen de investigación que sería imposible resumirla en pocas
líneas; sin embargo hoy en día casi nadie discute el valor del cariño físico,
la importancia de establecer tempranamente un firme vínculo afectivo con los
bebés y la relevancia que todo ello tiene en la salud mental de la vida adulta.
Es probable que tras
leer este artículo usted sienta y piense que no hacía falta tanta investigación
para acabar concluyendo algo tan evidente; el propio Harlow afirmó que sus
investigaciones con macacos no habían aportado ningún conocimiento que no estuviera
ya en el acerbo popular y el sentido común. Sin embargo, desgraciadamente, las
sociedades en algunas ocasiones se apartan tanto del sentido común y los
individuos nos alejamos tanto de nosotr@s mism@s que afirmar lo obvio se
convierte en toda una aventura científica.
Manuel Vitutia Ciurana.
Psicólogo y Colaborador de Despierta Terapias.
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