07 de junio de 2013 |
12:01 CET
Durante mucho tiempo los
padres y educadores han pensado que el cerebro de los bebés es como un músculo,
una estructura endeble al principio que va fortaleciéndose y curtiéndose
gracias a los malos momentos, a las situaciones duras de la vida, a sufrir
soledad y separaciones y a todas aquellas acciones que ayuden a un niño a ser
capaz de vivir solo sin depender emocionalmente de nadie.
Bien, es cierto que
haciendo todo eso se puede conseguir la meta, que un niño sepa estar solo. El
problema es que se corre el riesgo de que además de saber estar solo, el niño
llegue a preferir estar solo, o que no sepa cómo estar en grupo, ni expresar
las emociones, o incluso que no sepa demasiado bien cómo sentirlas, como no
ahogarlas para volver a confiar en los demás. Y es que como padres debemos
tener mucho cuidado con el estrés de nuestros hijos pequeños, porque el cerebro
de los niños no es un músculo, sino más bien una flor.
Pero los niños son muy
resistentes…
Es cierto, los niños son
muy resistentes emocionalmente, y tienen que serlo así, porque durante toda la
historia la vida ha sido muy dura para ellos. Muchos morían jóvenes o veían
morir a sus hermanos o padres cuando aún eran pequeños, muchos han sido niños que
nadie ha amado, muchos… Pero eso no quiere decir que puedan soportarlo todo sin
que ello afecte a su manera de ser y más ahora, en la actualidad, porque ahora
ya no tienen que vivir las penurias que vivieron nuestros antepasados (o las
que viven los niños en los países pobres, sin irnos tan lejos).
El cerebro y el estrés
no son demasiado buenos compañeros y, si un niño se ve inmerso en un estilo de
crianza, digamos, más bien intenso, más bien autoritario, carente de respeto y
de puntos de diálogo o negociación, los sistemas de respuesta pueden alterarse
y llegar a permanecer de ese modo durante mucho tiempo.
La amígdala: la alarma
del cerebro
Prueba a acercarte al
Dr. Bruce Banner y moléstale hasta que se enfade. ¿Qué sucede? Pues que en un
periquete se vuelve verde y grande, y pasa a llamarse “Hulk”. Exacto, este
doctor tiene un problema con su amígdala, que se hiperexcita y funciona
demasiado. La amígdala es el sistema de alarma de nuestro cerebro, el que nos
pone en alerta ante un peligro, ante un ruido amenazador, cuando estamos a
punto de dar una conferencia multitudinaria, etc., es la que nos hace sudar y
acelera nuestro corazón preparándonos para la huida o para la lucha.
Lo interesante, lo que
todo el mundo busca, es la técnica o la manera de controlarla, sobre todo si
sabemos que el entorno es seguro. El ejemplo de la charla es muy válido, porque
nadie quiere plantarse delante de un gran número de personas a hablar con el
corazón a cien, la boca seca y el sudor empapando su cuerpo. La persona debe coger
confianza, debe hacer que el raciocinio supere a la emoción, que la controle.
Lógicamente, es difícil hacerlo si nunca has dado una charla, pero si has dado
unas cuantas, la costumbre ayuda mucho y al final los síntomas apenas aparecen.
Los adultos, pues, con
nuestro raciocinio, somos capaces de dominar a nuestra amígdala en muchas
ocasiones porque somos conscientes de qué es peligroso y qué no lo es. Los
niños, en cambio, tienen muchos menos conocimientos y mucha menos experiencia y
el simple hecho de sentirse solos ya les hace llorar y ya les activa. Se
estresan si están solos, si no les haces caso, si les llevas en cochecito pero
quieren que les cojas, si están en la habitación de al lado y necesitan que les
abraces, si les gritas, si les tratas mal, si les pegas, si les castigas, si…
Y ellos tienen un
problema gigante, enorme. No saben cómo calmar la amígdala, no saben cómo
respirar hondo y superar el mal trago, no saben cómo entrar en el Facebook y
decir “Qué mal día, por Dios”, a la espera de que decenas de amigos les
pregunten “¿Qué te pasa tío?, cuenta…”, no saben cómo abrir el congelador y
zamparse un helado entero “porque me lo merezco” y no saben cómo llamar a las
personas que les importan para que les ayuden a desahogarse, precisamente,
porque las personas que les importan, las que deberían ayudarles a calmarse,
han decidido que no les pasa nada por llorar un rato, que deben aprender a
dormir solos y que no tiene sentido que dependan tanto de ellos y que cuanto antes
aprendan a no necesitarles mejor.
Entonces, ¿si no les
ayudamos a calmarse?
Si no les ayudamos a
calmarse, si no frenamos el estrés, si hacemos caso a los consejos de dejarles
llorar, lo que acaba sucediendo es que la amígdala se acostumbra en cierto modo
a estar activada y lo que acaba haciendo es hiperactivarse, o lo que es lo mismo,
estar cada vez más pendiente del entorno, más vigilante, para dar respuesta
antes.
Esto se traduce en niños
que actúan de un modo exagerado, asustándose por cosas que no tienen
importancia, agobiándose por cosas insignificantes, estando preocupados por
todo y perdiendo la paciencia muy fácilmente.
“Ya, pero la mayoría de
niños son así”, me diréis. Y es cierto, la diferencia en este caso es que
muchos niños que no han aprendido de pequeños a calmarse llegan a la edad
adulta con muchos vestigios de esa infancia, siendo personas más asustadizas,
más desconfiadas, con dificultad para expresar emociones o, como he dicho al
principio, para sentirlas, con poca tolerancia al estrés y con poca paciencia.
¿Qué podemos hacer los
padres?
Como supongo que ningún
padre quiere que su hijo llegue a ser uno de esos que a la mínima está gritando
y tirando las cosas por el suelo porque no tiene autocontrol (que no quiere
decir que los niños salgan así, sí o sí, porque hay niños muy capaces de vivir
con las adversidades), lo ideal es ayudarles cuando son pequeños a calmarse,
ayudarles a racionalizar los momentos de estrés, a darles sentido, a ser ese
amigo que te permite desahogarte, a ser el helado de medio kilo, a ser lo que
necesitan para suspirar y relajarse de nuevo.
No podemos protegerles
de todos los males ni debemos resolverles todos los problemas, porque los niños
necesitan retos, necesitan intentar cosas y tomar decisiones para crecer, pero
sí podemos y sí debemos estar ahí, a su lado, para echarles una mano cuando la
necesiten, para que sientan nuestro apoyo. Dicho de otro modo, en esos momentos
en que pierdan los papeles, cuando las emociones les superen y les invada la
rabia, la ira, o incluso el miedo, debemos estar ahí para dar significado a las
emociones, para que vean que nosotros sabemos controlarnos, entiendan por qué
pueden vivir los problemas de otro modo y vean que allí donde no parece haber
salida posiblemente la hay, si la buscan con más paciencia y dándose tiempo.
De este modo los niños
van sumando experiencias, van sumando logros, van aprendiendo a controlarse y
van tomando cada vez más decisiones, siendo más capaces de afrontar los
problemas y de controlar los impulsos y las emociones negativas. De este modo,
cuando crezcan, serán adultos que ante el estrés y la ansiedad serán capaces de
afrontar los problemas con mayor tranquilidad, pudiendo trabajar incluso cuando
presión, buscando soluciones y luz ahí donde otros sólo verán oscuridad.
El problema, como he
dicho y asumiendo que me repito, viene cuando esas emociones no se trabajan,
cuando no les ayudamos, cuando tienen que ser ellos los que las calmen, a veces
siendo ahogadas, pero no resueltas. En definitiva, cuando se las guardan para
sí, haciendo la conocida “pelota que va creciendo y creciendo” hasta que un día
explota, a veces hacia afuera, o peor, a veces hacia adentro (con síntomas de
depresión, de baja autoestima,…).
Foto | Daniel lobo, Nate
Grigg, Aurimas Mikalauskas en Flickr
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