Cerremos
los ojos y recordemos lo más hermoso que nos han dicho nuestros padres:
Princesa…rey de la casa…mi vida…eres un encanto…cariño…mi corazón…mi amor…mi
cielo…qué guapo…qué listo…
¿Estamos
sonriendo?
Tal vez
algunos de nosotros no logremos traer estos recuerdos, y en su lugar aparezcan
sin permiso otros: qué tonto eres…pues sólo sabes mentir…que si sigues así se
lo diré a tu padre…eres malo…no te quiero… ¿acaso no comprendes?... ¿eres sordo?...distraída como su madre…
¿Estamos
compungidos?
Lo que
nuestros padres -o quienes se ocuparon de criarnos- hayan dicho, se ha
constituido necesariamente en lo más sólido de nuestra identidad. Porque somos
los adultos quienes nombramos cómo son las cosas. Por eso lo que decimos, es.
El niño
pequeño no pone en duda lo que escucha de los mayores. Puede ser doloroso o
gratificante, pero en todos los casos, la interpretación de los adultos es
absolutamente certera para el niño que aprende a traducir al mundo a través del
cristal de los mayores.
En este
sentido, la intención con la que hablamos con los niños es importante. Si los
amamos de verdad, seguramente nuestras palabras estarán cargadas de
sentimientos cariñosos y suaves. Pero si estamos llenos de resentimiento,
destilaremos odio aún cuando los niños no tengan nada que ver.
Es verdad
que hay situaciones donde el niño se equivoca o hace algo inadecuado. Pues
bien. Una cosa es conversar sobre eso que “hizo” mal, y otra cosa es que ese
acto lo convierta en alguien que “es” malo. Sólo nuestro rencor puede confundir
entre lo uno y lo otro. Si el niño, de tanto escuchar a sus padres diciendo lo
mismo, se convence de que es malo, quedará atrapado por ese circuito donde “es”
en la medida que es malo, y para ser malo, tiene que seguir haciendo todo lo
que haga enfadar a sus padres. En ese punto, ha perdido toda esperanza de ser
amado sin condiciones.
Para el
niño “eternamente malo a ojos de sus padres”, siempre aparecerá otro individuo
que actuará el personaje opuesto: “el eternamente bueno”. A veces es alguien
tan cercano como el propio hermano o hermana, u otra persona muy próxima a la
familia. Allí, en ese personaje, -no importa qué es lo que haga- recaerá toda la
admiración y será nombrado por los padres como alguien “bueno, inteligente y listo”. Esta es
la prueba fehaciente de que no se trata de lo que cada uno es o hace, sino de
la necesidad de los adultos de proyectar polarizadamente, nuestros lados
aceptados y nuestros lados vergonzosos en otros individuos, para no hacernos
cargo de quienes somos. Y también para dividir la vida en un costado bien negro
y en otro bien blanco, de modo de tener cierta sensación de claridad. Que por
supuesto no es tal.
Parece que
los adultos necesitamos mostrar todo lo que los niños hacen mal, cuán ineptos o
torpes son, para sentirnos un poquito más inteligentes. Es una paradoja, porque
al actuar de esta forma, es obvio que somos increíblemente estúpidos.
Sin
embargo las cosas son más sencillas de lo que parecen. Decirles a los niños que
son hermosos, amados, bienvenidos, adorados, generosos, nobles, bellos, que son
la luz de nuestros ojos y la alegría de nuestro corazón; genera hijos aún más
agradables, sanos, felices y bien dispuestos. Y no hay nada más placentero que
convivir con niños alegres, seguros y llenos de amor. No hay ningún motivo para
no prodigarles palabras repletas de colores y sueños, salvo que estemos
inundados de rabia y rencor. Es posible que las palabras bonitas no aparezcan
en nuestro vocabulario, porque jamás las hemos recibido en nuestra infancia. En
ese caso, nos toca aprenderlas con tenacidad y voluntad. Si hacemos ese trabajo
ahora, nuestros hijos -al devenir padres- no tendrán que aprender esta lección.
Porque surgirán de sus entrañas con total naturalidad, las palabras más bellas
y las frases más gratificantes hacia sus hijos. Y esas cadenas de palabras
amorosas se perpetuarán por generaciones y generaciones, sin que nuestros
nietos y bisnietos reparen en ellas, porque harán parte de su genuina manera de
ser.
Parece que
nuestra generación es bisagra en la evolución de la sociedad occidental. A las
mujeres nos toca aprender a trabajar y lidiar con el dinero. A ser autónomas.
Nos toca aprender sobre nuestra sexualidad. A re aprender a ser madres con
parámetros diferentes de los de nuestras madres y abuelas. Y nos toca aprender
a amar. Por eso es posible que sintamos que es un enorme desafío y además es
mucho trabajo, esto de criar a los niños de un modo diferente a como hemos sido
criadas. Es verdad. Es mucho trabajo. Pero se lo estamos ahorrando a nuestra
descendencia. Pensemos que es una inversión a futuro con riesgo cero. De ahora
en más… ¡sólo palabras de amor para nuestros hijos! Gritemos al viento que los
amamos hasta el cielo. Y más alto aún. Y más y más.
Laura Gutman
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Hola, si leíste el post, seguro tenés algo que comentar, pues hacelo!!!